domingo, 30 de marzo de 2008

Pascua, "fuente de gozo incesante"


«Me dirijo a vosotros, niños recién nacidos, párvulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, gracia del Padre, fecundidad de la Madre, retoño santo, muchedumbre renovada, flor de nuestro honor y fruto de nuestro trabajo, mi gozo y mi corona, todos los que perseveráis firmes en el Señor.
Me dirijo a vosotros con las palabras del Apóstol: “Vestíos del Señor Jesucristo…Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo”
(según la lectura de la liturgia oriental: Los que por el bautismo nos hemos revestido de Cristo ‘somos Cristo’)» (San Agustín, Sermón 8, en la Octava de Pascua, I, 4, del Oficio de Lectura).


Hemos celebrado la semana-octava de Pascua, como “un solo día” de Pascua de resurrección. Con ella hemos entrado, según las indicaciones del RICA, en la gran “mistagogía” pascual.
La Madre Iglesia la ha celebrado con la mirada y el corazón puestos en el Señor Jesús resucitado, vencedor del a muerte y del pecado y en los neófitos, que en la santa noche pascual han recibido los sacramentos de la Iniciación cristiana, que la “Catequesis 20 [Mistagógica 21} llama con ternura como los “conducidos a la santa piscina del divino bautismo, como Cristo desde la cruz fue llevado al sepulcro” (Oficio de lectura del jueves).

Me emociona observar la repetición de palabras tan cargadas de vida y de ternura en la eucología de la semana de Pascua, no sólo, sino en toda la Cincuentena, en la que, como afirma San Atanasio, celebramos cada domingo como el domingo de la Pascua de resurrección; y lo mismo, en cierto sentido, podemos afirmar de las ferias.
Y la celebración pascual de la Pascua tendrá su cumplimiento con la glorificación de Cristo el Señor en la Ascensión ya su plenitud en el envío del Espíritu sobre la Iglesia y sobre el mundo con la solemnidad de Pentecostés.
Los verbos que he subrayado con mayor atención en la oración, presentes en las varias formas: indicativo, participio, subjuntivo..., han sido: “renacer-renacidos en la fuente bautismal, regenerar-regenerados, renovar-renovados”, verbos referidos de manera especial casi siempre a los neófitos, “los (recién) salidos de la piscina bautismal”, aunque también extensibles a toda la Iglesia, a todos los bautizados.
Se habla de la celebración Pascua como “fuente de gozo incesante, restauración de la alianza con los hombres, actualización repetida de nuestra redención…”.
Pedimos que “la participación en los sacramentos de (tu) Hijo, nos transforme en
hombres nuevos”.

La acentuación del gozo pascual la encontramos expresada claramente en los
prefacios pascuales.
La Iglesia no se cansa de repetir una y otra vez: «…con esta efusión de gozo pascual, el mundo entero se desborda de alegría, y también los coros celestiales, los ángeles y los arcángeles, cantan sin cesar el himno de tu gloria» (los cinco prefacios de Pascua, los dos de la Ascensión).
La motivación de esta “alegría desbordante” se expresa di diferentes maneras, pero siempre es el centro de toda la celebración de estos “Cincuenta días” santos, “fuertes” donde los haya: Cristo ha resucitado, «
el verdadero Cordero,… muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida; en la muerte de Cristo nuestra muerte ha sido vencida y en su resurrección hemos resucitado todos; inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre; en él fue demolida nuestra antigua miseria, reconstruido cuanto estaba derrumbado y renovada en plenitud la salvación; ofreciéndose a sí mismo por nuestra salvación, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar».
Y en la solemnidad de la Ascensión, damos gracias “porque Jesús, el Señor, ha ascendido a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres». No es fiesta de nostalgia – “¿qué hacéis mirando al cielo…?” – porque estamos seguros de que «no se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino» (I). «Después de su resurrección, ante los ojos de todos sus discípulos fue elevado al cielo para hacernos partícipes de su divinidad» (II).
La solemnidad de Pentecostés, con el mismo “escatocolo” de toda la Cincuentena pascual, ofrece la motivación propia del gozo y alegría desbordantes:
«Para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste hoy el Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos por su participación en Cristo. Aquel mismo Espíritu que, desde el comienzo, fue el alma de la Iglesia naciente: el Espíritu que infundió el conocimiento de Dios a todos los pueblos; el Espíritu que congregó en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas…».

Al concluir esta meditación orante sobre la eucología de la Octava de Pascua, recuerdo con cierta pena una constatación que la Introducción a la “Cincuentena pascual” que leo en un Misal de los fieles, y que probablemente sea muy realista.
Se expresa con estas palabras: «A pesar de ser cumbre y fundamento de todo el año litúrgico, el tiempo pascual parece llamar menos la atención de los fieles y movilizar menos que el tiempo de Adviento y, sobre todo, el de Cuaresma. Esto se debe, seguramente, al hecho de que la cincuentena pascual puede parecer una extensa llanura que se atraviesa sin mucho esfuerzo, mientras que el ascenso requiere una especial energía y dinamismo. Este modo de considerar y vivir el tiempo pascual conduce a pasar de largo ante la gracia de que es portador. Toda la vida cristiana está completamente marcada por el signo de la Pascua de Cristo, y en el corazón de cada celebración eucarística y sacramental. El tiempo pascual lo recuerda con insistencia, y ofrece a todos los creyentes, a las comunidades cristianas y a la Iglesia entera la oportunidad de tomar mayor conciencia y de integrar mejor en su existencia cotidiana esta dimensión fundamental de la fe».

Al final, me quedo con el gusto, la ternura, la fe de la Iglesia apostólica y primitiva, de la Iglesia de todos los tiempos, que en su Liturgia celebra “con alegría desbordante” la Resurrección del Señor, misterio central de nuestra fe, de nuestra redención.
Y por ello, con la Iglesia del cielo, de la tierra, quiero cantar sin cesar al Dios tres veces Santo:
¡Santo, Santo, Santo!

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