miércoles, 19 de marzo de 2008

Hazme tu Discípula


Mi Señor me ha dado lengua de discípulo
para que sepa decir al abatido una palabra de aliento.
Mañana tras mañana
despierta mi oído
para
escuchar como los discípulos;
el Señor me ha abierto el oído...” (Is 50, 4-5).


Texto tomado del tercer cántico del Siervo de Yahvé, los cánticos que a lo largo de esta Semana Santa nos van introduciendo cada vez con mayor hondura en el misterio de la Cruz, en la pasión – muerte- resurrección de Jesús, el Verbo encarnado, el “Siervo-Hijo”, descrito en figura por el profeta Isaías (cf. Is 42, 1ss.; 49, 1ss; 50, 4-8; 552, 13-15, 53, 1ss.).
Lo que el profeta veía y anunciaba, adquiere en Cristo una realización viva y plena.
Él es el “Siervo-Hijo” que no grita por las calles, que nunca apagó el “pábilo vacilante” ni quebró “la caña cascada”.
Él, el “Siervo-Hijo”, que en todo momento promovió “el derecho”, el que realizó en filial obediencia “hasta la muerte y muerte de cruz” el proyecto misericordioso y salvífico del Padre.

Señor Jesús, “Maestro y Señor”,
abre mis oídos para que, como discípula,
escuche tu Palabra, escuche la Palabra del Padre
y la traduzca en actitudes conformes en todo momento a su voluntad.

Hazme “mujer de la escucha” a imitación de María,
tu Madre y nuestra Madre.
Dócil a las mociones de tu Espíritu,
que me convierta de discípula que escucha,
en apóstol que pueda decir “una palabra de aliento al abatido”,
a los tantos abatidos, que viven en las calles,
en las comunidades, en los hospitales, en tantas familias...
Mujer de escucha, mujer de palabra de aliento,
que reparte y comparte con los hermanos y las hermanas
el consuelo que tu Espíritu cada día nos infunde y regala.

Señor, la Semana Santa avanza;
ya estamos en el Triduo santo de Pascua.
Que no pasen en vano para mí, para ningún cristiano
estos días de gracia y de salvación.
Que tu Sangre derramada por nosotros
y por todos los hombres y mujeres de ayer, de hoy, de mañana,
nos purifique, nos libere de todo mal,
nos haga hijos e hijas en el Hijo, en ti, Jesús,
el Hijo amado del Padre Dios.
Que el agua y la sangre que brotan de tu costado abierto,
sean de veras el “océano de tu Misericordia
que inunda al mundo entero”.


Acompañando a la Virgen María,
quiero vivir el Misterio de tu Cruz,
y acompañar también el misterio de las tantas cruces
y tantos crucificados que viven hoy
desesperanzados por las guerras,
el hambre, la soledad, el sin sentido...


Señor Jesús, Maestro y Pastor,
Crucificado y Glorioso,
ten piedad de toda la humanidad,
de todos nosotros y nosotras;
sobre todos derrama tu infinita Misericordia,
para que lleguemos, purificados de todo pecado,
a celebrar con gozo y alegría desbordante
tu santa y feliz Resurrección.

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