martes, 11 de marzo de 2008

Domingo V de Cuaresma

Prefacio

En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación
darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno,
por Cristo, Señor nuestro.

El cual, hombre mortal como nosotros
que lloró a su amigo Lázaro,
y Dios y Señor de la vida que lo levantó del sepulcro,
hoy
extiende su compasión a todos los hombres
y por medio de sus sacramentos
los restaura a una vida nueva.

Por él, los mismos ángeles te aclaman con júbilo eterno,
y nosotros nos unimos a sus voces
cantando humildemente tu alabanza:

Santo, Santo, Santo…

Este V domingo del tiempo de Cuaresma completa, en cierto sentido, la catequesis bautismal que la liturgia nos ha ido ofreciendo en este año del ciclo A con los evangelios y toda la liturgia de la Palabra de los domingos de la “samaritana – del agua viva” -, del “ciego de nacimiento – Bautismo-luz” y “resurrección de Lázaro-vida”.
Acompañados e iluminados por esta Palabra de Dios, los catecúmenos, y toda la Iglesia hecha “catecúmena” con los catecúmenos, se han ido preparando y disponiendo a la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana en la Noche santa de la Pascua.

La eucología de este domingo (oración colecta, oración sobre las ofrendas y oración después de la comunión) se centran en la “obra de la salvación” realizada por Cristo Jesús en su misterio pascual, cuya actualización y “re-presentación” es la celebración eucarística.
El Señor Jesús que se entregó por “la salvación del mundo”, el efecto del “sacrificio” que estamos celebrando, la comunión del Cuerpo y Sangre de Cristo: esto celebramos, recordamos actualizando en el sacrificio eucarístico que el nuestro Señor quiso “entregar a la Iglesia como “memorial de su muerte y resurrección” (SC. 47).

Fijamos un momento nuestra meditación-orante sobre el prefacio que nos parece resume en forma casi poética, pero muy humana y real, el contenido de la liturgia de la Palabra y en particular el eventote la resurrección de Lázaro, descrita con todo detalle por el evangelista Juan.

Este prefacio nos presenta al Señor Jesús como Verbo encarnado, “hombre mortal como nosotros” que llora a su amigo. Hubiese podido impedir que su amigo muriese, pero quiso esperar, detenerse dos días en Galilea, no por masoquismo, para sufrir y llorar luego al amigo muerto y enterrado “desde hacía cuatro días”, sino, como dice claramente Juan, para que los discípulos crean: “me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis”. Y en el momento inmediatamente anterior a la resurrección del amigo, dirigiendo su mirada al Padre, extiendo su finalidad salvífica a todos los presentes:
“Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”.
Pero, además de ser “hombre mortal como nosotros”, Jesucristo es “Dios y Señor de la vida” y por eso puede “levantar”, resucitar a Lázaro del sepulcro.
En la celebración litúrgica, Cristo no sólo resucita al amigo de Betania, sino que “hoy extiende su compasión a todos los hombres”. Una vez más encontramos en la liturgia el adverbio de tiempo tan importante, que nos dice que la “historia de la salvación” no es una historia de acontecimientos salvíficos sucedidos en el pasado, sino que es “historia de salvación que incluye el pasado, el presente y el futuro, y canta, celebra la acción misericordiosa de la Trinidad que a través del Verbo encarnado irrumpe en la historia, en la historia de cada hombre de ayer, de hoy y de mañana, en mi historia.
Me gusta recordar aquí las palabras tan profundas y consoladoras del papa Benedicto XVI en su segunda encíclica: “La fe cristiana nos ha enseñado… que Dios ha querido sufrir con nosotros y por nosotros. Citando a san Bernardo, prosigue: “Dios no puede padecer, pero puede compadecerse. El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder Él mismo com-padecer con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana, ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer… y así aparece la estrella de la esperanza” (Spe Salvi, n. 39).
Cristo “extendió su compasión a todos los hombres”, y hoy llora – con su Cuerpo que es la Iglesia, “con todos los que lloran” – por sus amigos muertos, oprimidos, marginados, enfermos, con todos los “muertos”. Y nos enseña a todos a “enjugar las lágrimas” de cuantos sufren justa o injustamente, a ser, como Él, buenos “samaritanos” del prójimo que sufre y muere.
Su “compasión” hoy se hace actual en cada eucaristía, en cada “sacramento” y en cada hermano que “com-parte” sufriendo “con el otro y por el otro” (id.).

Nuestro camino hacia la Pascua, se reviste así de esperanza, a pesar de las dificultades de la vida, de las pruebas. Como los santos, queremos
“del mismo modo en que Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque estaban repletos de la gran esperanza” (id.).
Nos preparamos a renovar con los catecúmenos y con toda la Iglesia los sacramentos de la iniciación cristiana, recibiremos el abrazo del Padre “rico en misericordia” en el sacramento de la reconciliación, y un año más, por el poder del “Espíritu que habita en” nosotros, sepultados con Cristo en su muerte, resucitaremos a la “vida nueva” (cf. Rm 6, 3ss).
Hoy Cristo Jesús, nuestro Maestro y Salvador, sigue ejerciendo su “compasión” con todos los hombres, y
“los – nos – restaura a una vida nueva”.

Nuestra respuesta, nuestra oración no puede ser sino una “aclamación” jubilosa, unida a la de la Jerusalén celestial. Queremos que la Trinidad nos admita en el coro de los ángeles y santos, en compañía de nuestros seres queridos difuntos que confiamos a la misericordia del Padre, para cantar también nosotros, hoy, y día y noche sin cesar: ¡¡Santo, santo, santo…!! (cf. Ap 4, 11).

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