Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo,
padre amoroso del pobre,
don en tus dones espléndido.
Luz que penetra las almas,
fuente del mayor consuelo;
ven, dulce huésped del alma,
don en tus dones espléndido.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del alma
si Tú le faltas por dentro (...).
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo(...)..
Ven, Espíritu de sabiduría, entendimiento, ciencia y consejo; Espíritu de piedad, ¡ven!
Introdúceme en el misterio de la Palabra de Dios, haz que se “encarne”, en mi mente, en mi voluntad, en mi corazón, en todo mi ser. Condúceme, tú que eres el “Maestro interior”, el “mistagogo”, al encuentro vital con Cristo Jesús, la Palabra hecha carne.
Iluminada y guiada por la Palabra, confío en que Tú formarás en mí una auténtica discípula de Jesús Maestro, siguiendo las huellas del apóstol Pablo.
a Texto
1 Por lo demás, hermanos míos, alegraos en el Señor... Volver a escribiros las mismas cosas, a mí no me es molestia, y a vosotros os da seguridad.
2 ¡Atención a los perros; atención a los obreros malos; atención a los falsos circuncisos!
3 Pues los verdaderos circuncisos somos nosotros, los que damos culto según el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús sin poner nuestra confianza en la carne, 4 aunque yo tengo motivos para confiar también en la carne. Si algún otro cree poder confiar en la carne, más yo.
5 Circuncidado el octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo, 6 en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable.
7 Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo.
8 Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, 9 y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, 10 y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, 11 tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos.
12 No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús.
13 Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, 14 corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús.
15 Así pues, todos los perfectos tengamos estos sentimientos, y si en algo sentís de otra manera, también eso os lo declarará Dios.
16 Por lo demás, desde el punto a donde hayamos llegado, sigamos adelante.
Sorprende encontrar aquí, después del tono tan cariñoso y familiar de los primeros capítulos de la carta, después del himno cristológico que nos había introducido en la contemplación del misterio pascual de Cristo Jesús, de su kénosis, seguida de la exaltación por obra del Padre, el tono fuerte y brusco con el que el Apóstol pone en guardia a los suyos ante las posibles asechanzas y “mentiras” de los “enemigos” de Pablo, los “judaizantes”, que una y otra vez, también en Filipos quieren atacar a la libertad de los nuevos cristianos.
El “celo” de Pablo por la “libertad”a la que Cristo llama a los suyos (cf. Ga 5,1.13) le mueve a usar palabras realmente fuertes, que evocan casi las de los profetas, que también reprochaban con energía al pueblo elegido por su confianza y apoyo “en la carne”, en el “Templo”, sin preocuparse por ofrecer a Dios el culto verdadero del cumplimiento de su voluntad (cf. Jr 4,4; Ez 44,7; etc.).
Aunque Pablo asegura que también él tendría razones para “confiar en la carne”, en la “circuncisión”, por ser hebreo “por los cuatro costados”, fariseo, irreprensible ante “la justicia que viene de la ley”, deja de buena gana a un lado todas estas “glorias”, para entrar de lleno en su “terreno”: a él lo que le importa es Cristo, llegar al verdadero “conocimiento-experiencia-vivencia” de Cristo Jesús, experimentar la fuerza de “su resurrección”, configurándose con su muerte, para llegar él también y, con él, todos sus “hijos y hermanos”, a “la resurrección de los muertos”.
Para conseguir alcanzar a Jesucristo, por quien se siente “aferrado”, se olvida de lo que en su pasado pudo ser “gloria” terrena, humana, y se lanza hacia “lo que está delante”: la meta, que es la vocación que viene del Padre en Cristo Jesús.
a Meditando la Palabra
¿Qué me dice hoy la Palabra, qué me sugiere e inspira?
Ya desde los primeros versículos de este capítulo, siento una vez más el corazón humano, grande del Apóstol de los gentiles, preocupado y dolido por el mal que sus hijos pueden recibir de los “malos obreros”, los “impostores”, que intentan por todos los medios hacer “inútil” no sólo el trabajo de Pablo, sino todos los esfuerzos que los Filipenses han realizado en su respuesta fiel a la llamada de Cristo y a la predicación y desvelos de Pablo...
Al Apóstol, que ha experimentado hondamente la “esclavitud de la Ley”, en la que apoyaba su seguridad y que consideraba su tabla de salvación, hasta el punto de convertirse en perseguidor de los que seguían “el Camino” de Cristo, la Iglesia de Dios, le importa, por encima de todo, la “libertad”de los cristianos, los “hijos” que ha engendrado a través de la predicación entre sufrimientos, y que sigue engendrando en los dolores de la prisión. Estos se han configurado con Cristo, para dar a Dios el culto verdadero, el “culto en el Espíritu”, y Pablo no puede permitir que unos “impostores” judaizantes, enemigos de la libertad, los hagan volver a la esclavitud de la Ley y de la circuncisión.
Meditando sobre la actitud del Apóstol, expresada en estos versículos y en los siguientes, junto con el celo de Pablo como de un padre por sus hijos, me interpela e impacta la constatación del cristocentrismo de Pablo, siempre tan claro y evidente: Cristo Jesús, su conocimiento, la configuración a su muerte y a su resurrección, el ardiente deseo de “darle alcance” a él del que siente que ha sido definitivamente “aferrado”, el Apóstol sólo quiere, junto con los destinatarios de su carta, proseguir la carrera hacia la meta propuesta.
El ejemplo de Pablo es una fuerte y apremiante interpelación a mi vida de cristiana, de discípula de Jesús Maestro, un interrogante sobre cuál es el “eje”, el núcleo, en torno al cual gira mi existencia, mi vida, consagrada por el Bautismo y la profesión religiosa. ¿Es Cristo Jesús, el Maestro y Pastor bueno, su Persona, la configuración con él en su misterio pascual, el impulso que me lleva a lanzarme siempre hacia delante, sin dejar que la “libertad por la que Cristo nos ha liberado” debilite mi entrega, mi camino hacia la identificación con el Maestro, el progresivo, aunque sea lento, proceso de cristificación?
Me pregunto, a la luz de la Palabra, qué estoy dispuesta a entregar, a ofrecer y dejar a un lado para el bien de mis hermanos y hermanas en la fe y el de toda la humanidad. No puedo vivir de espaldas a “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren...” (GS, 1). Han de ser vivencias mías, al igual que de todos los “discípulos de Cristo”.
Como el apóstol san Pablo, quiero correr también yo “hacia la meta”, y siento que la única meta que de veras me puede hacer sentir plenamente realizada sigue siendo la que el Apóstol proponía a los Gálatas y por cuya consecución él confesaba seguir sufriendo dolores como de parto: hasta que Cristo se forme en vosotros (Ga 4, 19).
Y Respuesta orante a la Palabra de Dios
Es la misma Palabra la que en mi boca se hace “respuesta orante” a la Palabra, a Cristo Jesús, Señor de mi vida y de mi muerte, Palabra eterna del Padre, encarnada en nuestra carne, para dar a los hombres la vida.
Me ayuda, ante todo, el salmo 40 (39):
Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito:
me levantó de la fosa fatal,
de la charca fangosa;
afianzó mis pies sobre roca,
y aseguró mis pasos;
me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios.
Muchos, al verlo, quedaron sobre- cogidos
y confiaron en el Señor.
...
Cuántas maravillas has hecho,
Señor, Dios mío,
cuántos planes a favor nuestro;
nadie se te puede comparar.
Intento proclamarlas, decirlas,
pero superan todo número.
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y, en cambio, me abriste el oído;
... entonces yo digo: “Aquí estoy
-como está escrito en mi libro-
para hacer tu voluntad.”
Dios mío, lo quiero,
y llevo tu ley en mis entrañas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario