viernes, 13 de mayo de 2016

Nadie  puede decir: «Jesús es Señor»,
si no es bajo la acción del Espíritu Santo

En el Tiempo de Pascua, la liturgia nos ofrece, como primera lectura en los días feriales, el libro de los Hechos de los Apóstoles, la historia de la Iglesia apostólica.
Y en el recorrido hermoso de los primeros pasos de la Iglesia, después de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, ya en la tercera semana de Pascua aparece Saulo perseguidor de los cristianos, que en el camino de Damasco encuentra al Señor Jesús Resucitado y éste le interpela: «Saulo, ¿Por qué me persigues?».  Saulo perseguidor, el fariseo seguro con la seguridad que le viene de la Ley de Moisés, es reducido, y ciego, tiene que ser conducido de la mano de sus compañeros de viaje Damasco.
Ananías, casi seguramente uno de la lista de los buscados por Saulo para llevarlos a los sumos sacerdotes…, será el instrumento escogido por Dios para devolver la vista a Pablo y decirle: «Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció cuando venías por el camino, me ha enviado para que recobres la vista y te llenes del Espíritu Santo».
Y Pablo se queda ya unos días con sus nuevos hermanos, los cristianos, anunciando en la sinagoga “que Jesús es el Hijo de Dios”. Pero será más tarde que, de la mano de Bernabé y junto a él, partirá enviados por la comunidad de Antioquía y por el Espíritu Santo: «Separadme a Bernabé y a Saulo para la misión a que los he llamado».
Lucas nos informa: «Con esta misión del Espíritu Santo, bajaron a Seleucia y de allí zarparon para Chipre;… anunciaron la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos. … Se hicieron a la vela en Pafos, llegaron a Perge de Panfilia, siguieron hasta Antioquia de Pisidia y el sábado vuelven a la sinagoga». Cuando una y otra vez se encuentran con la fuerte oposición de los judíos, los dejan y se van a los gentiles, que acogen con alegría las palabras de la salvación.
Pablo sigue recorriendo el mundo oriental, evangelizando y anunciando siempre al Señor Jesús muerte y resucitado. Deja presbíteros, hermanas y hermanos al frente de las comunidades que se van formando a su paso. Todas quedan “llenas de alegría y del Espíritu Santo”.

Pablo se siente “apóstol enviado por Dios para los gentiles”. A ellos se dirige abiertamente, aunque tampoco olvida a sus hermanos de sangre y de raza. El tema de la circuncisión, tan importante para los judíos, es el centro de debates hasta que los Apóstoles, provocados por Bernabé y Pablo, deciden reunirse en Jerusalén y “examinar el asunto”.
En este encuentro, conocido por “concilio de Jerusalén”,  Pedro se dirige a sus hermanos haciendo una confesión significativa por sincera, que no estábamos acostumbrados a escuchar: «…Por qué provocáis a Dios, imponiendo a estos discípulos una carga que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido soportar»? Y acto seguido, de sus labios escuchamos casi una primera “definición dogmática” (así la definía hace años el prof. Angelo Penna): «No; creemos que lo mismo ellos que nosotros nos  salvamos por la gracia del Señor Jesús».
Y así Pablo, confirmado también por Pedro, Santiago y los demás Apóstoles, prosigue su recorrido de evangelizador, y, urgido “en sueño por un macedonio”, pasa a Macedonia, seguro él y sus acompañantes, “de que Dios nos llamaba a predicar el Evangelio”.
Entrado ya en Europa, Lucas afirma que con Pablo se detuvieron unos días en Filipos. Allí se encontraron con una escena especialmente sugerente del encuentro “con las mujeres” que se habían reunido para orar “por la orilla del río”. Allí, sigue el autor de los Hechos: «nos sentamos y trabamos conversación con las mujeres que habían acudido. Una de ellas, que se llamaba Lidia… estaba escuchando; y el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo.
Se bautizó con toda su familia y nos invitó: - «Si estáis convencidos de que creo en el Señor, venid a hospedaros en mi casa».  “Y nos obligó a aceptar”, concluye Lucas.
Lidia quedará como la primera convertida de Europa, que nos recuerda la Palabra de Dios. Y con ella toda su familia.
Y Pablo prosigue su misión de anunciar a Jesucristo muerto y resucitado, dirigiéndose a Roma, alentado por la palabra del Señor que “se le presentó en sueños y le dijo: «¡Ánimo” Lo mismo que has dado testimonio en lo referente a mí en Jerusalén, tienes que darlo en Roma».
Por el camino ya se había despedido  de algunas de sus comunidades. El relato de los Hechos es en algunas especialmente  cargadas de emotividad. Pablo a todos los hijos e hijas  que va despidiendo, los deja “en manos de Dios y de su palabra de gracia”, en cuyo poder confía plenamente.

El sábado de la VII semana de Pascua, víspera de Pentecostés, Lucas nos presenta a Pablo ya en Roma y nos dice: “Vivió allí dos años enteros a su propia costa, recibiendo a todos los que acudían, predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos”.

Así dejaremos a Pablo, para pasar al Tiempo Ordinario, en su VII semana.
Pero antes celebraremos "con gozo pascual" la  solemnidad de Pentecostés, la venida del Espíritu, enviado por Jesús, desde el Padre.

Pentecostés,  la culminación de la Cincuentena pascual.
Hemos cantado “con alegría desbordante” el “aleluya pascual”. 
La eucología y toda la Palabra de Dios, con el evangelio de Juan que nos acompañó en todo el Tiempo de Pascua, nos han preparado para acoger y recibir la abundancia de los dones y frutos del Espíritu Santo creador, “Señor y dador de vida”.

            Me gusta, al final de este Tiempo de Pascua recordar  un texto de san Agustín, que nos ofrecía la Liturgia de las Horas hace ya unas semanas; me ha parecido particularmente sugerente:
  "El aleluya pascual"
“Toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura, si no se ejercita ahora en esta alabanza. … Nuestra alabanza incluye la alegría, la oración, el gemido. …
Ahora, hermanos, os exhortamos a la alabanza de Dios; y esta alabanza es la que nos expresamos mutuamente cuando decimos: Aleluya. «Alabad al Señor», nos decimos unos a otros; y así todos hacen aquello a lo que se exhortan mutuamente. Pero procurad alabarlo con toda vuestra persona, esto es, no sólo vuestra lengua y vuestra voz deben alabar a Dios, sino también vuestro interior, vuestra vida, vuestras acciones”. (de los comentarios de san Agustín sobre los salmos. Salmo 148, 1-2).

Con toda la Iglesia invocamos la efusión del Espíritu:

Ven Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo.
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
Amén. Aleluya.



martes, 15 de marzo de 2016

LA FUERZA DE LA INTERCESIÓN

            La liturgia de estos días de Cuaresma, en vísperas ya del Triduo Pascual, presenta cuadros luminosos de la compasión de Dios, el Padre “dives in misericordia”. El jueves día 10 de marzo nos ofrecía lo que podríamos llamar casi “tenso diálogo” de Dios con Moisés o viceversa.  Ante la amenaza de Dios por la infidelidad de su pueblo de dura cerviz, el caudillo elegido por el mismo Dios para defensor y guía del pueblo de Israel, intercede por la comunidad infiel y amenazada.

Aunque se trata de un pueblo rebelde y de dura cerviz, Moisés no se separa de su pueblo, para fundar él otro pueblo que se le pudiera antojar mejor. Es más, se dirige a Yahvé, el Dios fiel, con una fuerza sorprendente, con palabras ‘incendiadas’: “¿Por qué se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto, con gran poder y mano robusta? … Aleja el incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: «Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre»”.

Con otras palabras, Moisés se atreve a decir con audacia a Dios que sería poco glorioso para Dios mismo si la comunidad pereciera: se cortaría la  continuidad de la promesa divina y de la obra de salvación prometida.

Y el autor sagrado nos cuenta que la mediación humilde y valiente del caudillo de Israel alcanza que “el Señor se arrepienta de la amenaza”, y vuelva a llamar otra vez pueblo suyo a la comunidad rebelde  (cf. Éx 32, 7-14).
 
Comprendemos que estas actitudes de amenaza y arrepentimiento no se pueden dar objetivamente en el Señor; pero en nuestro lenguaje humano analógico, podemos  comprender las varias situaciones de la historia de la salvación, al tiempo que este modo de expresar actitudes en Dios subraya también el valor de la intercesión humana, porque así Dios lo quiere. Dios “no se arrepiente”, pero nuestro Dios sí “es compasivo y misericordioso”.

Y así, aunque los israelitas no habían escuchado la voz de Yahvé, éste sí escuchó compasivo la voz, la petición intercesora y solidaria de Moisés. En estos momentos, Moisés aparece realmente como “misionero de la Misericordia de Dios”.

Decía muy bien el salmo responsorial del mismo día, como respuesta orante a la primera lectura del Éxodo:

“… Dios hablaba ya de aniquilarlos;
            pero Moisés, su elegido,
            se puso en la brecha frente a él,
            para apartar su cólera del exterminio
            (sal 105,23)

En Éxodo 32,30ss. el caudillo de Israel comprende hasta tal punto su misión de intercesor, que la sigue cumpliendo, incluso cuando el pueblo ha sido infiel… Se siente inflamado por el amor y el celo por Yahvé, y al mismo tiempo se siente en máximo grado solidario con la suerte de su pueblo, hasta el punto de negarse a separar la propia suerte de la del pueblo que le ha sido confiado. Y en esta radical actitud, llega a pedir al Señor “que le borre del libro”, si no perdona al pueblo.

El pueblo ha pecado y Moisés da la cara por el pueblo ante Dios. Pero lo más importante de esta lectura de hoy no se queda ahí, no se queda en definir al pueblo como de “dura cerviz”. Dios, que aparece con un sentimiento tan humano como “la ira”, como aquel que amenaza con destruir al pueblo pecador, ese mismo Dios es capaz de compasión, un Dios que “se arrepiente” de amenaza. Es ésta una imagen para significar que Dios no pacta con el mal, pero que su misericordia está por encima del pecado.

Semejante a Moisés, encontramos al gran patriarca Abrahán, padre de los creyentes. El diálogo del padre de los creyentes con Dios, como aparece en el capítulo 18, 16-33 del Génesis, se presenta también revestido de una carga de humanidad y dramatismo singulares.

L. Alonso Schökel compara esta página con la del evangelio de Lucas sobre el “amigo importuno (cf (Lc 11, 5-13). Recuerda también como “Abrahán no cuestionó a Dios cuando recibió la orden de partir de su tierra, ni cuando le pidió que le sacrificase el hijo (Gn 22, 1). Aquí en cambio, “se preocupa inmediatamente por la suerte de su sobrino, con espíritu fraterno. Y mediatamente también por la  ciudad (lo contrario que Jonás)”.
 
Otras páginas del Libro sagrado ofrecen contenido semejante, como por ej. Nm 11, 10ss; 14, 10-19; Ez 22,30. Subrayo esta última del profeta Ezequiel, por su parecido con las palabras del Éxodo 32, 7-14 o 32,20ss. En la profecía de Ezequiel, dice Dios:

«He buscado entre ellos un hombre que reparase y se mantuviera en la brecha frente a mí en  defensa del país para que yo no lo devastase…»-

«Mantenerse “en la brecha” frente a Dios»  es lo que hizo Moisés (sal 105) y es una expresión analógica, pero hermosa y significativa, que expresa con palabras humanas el ministerio del intercesor cristiano.

Sabemos que sólo Jesús, figurado en el cuarto cántico del Siervo de Yahvé (cf Is 53),  es el único y potente intercesor ante el Padre por sus hermanos. Sólo Cristo, cabeza del Cuerpo que con Él formamos por el Bautismo,  el Hombre-Dios  plenamente solidario con todos los hombres y mujeres, conforme al mensaje de la carta a los Hebreos, resucitado y vivo por los siglos, ejerce su función de sumo sacerdote ante el trono del Padre, mostrándole las consecuencias de su obediencia filial “¡hasta la muerte y muerte de cruz!”: las cicatrices gloriosas de su pasión como infalible  intercesión en  favor de sus hermanos (cf. entre otros, Hb 7, 25).
 

           En su Mensaje de Cuaresma de este año 2016, escribe el Papa Francisco: «Dios, en efecto, se muestra siempre rico en misericordia, dispuesto a derramar sobre su pueblo, en cada circunstancia, una ternura y una compasión visceral, especialmente en los momentos más dramáticos, cuando la infidelidad rompe el vínculo del Pacto».

Es de nuevo muy apropiada la imagen expresiva de san Bernardo, cuando habla de la Encarnación del Hijo de Dios: “… Es como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su misericordia; un saco que habría de desfondarse en la pasión, para que se derramara nuestro precio, oculto en él; un saco pequeño, pero lleno…”

Llevando el discurso al terreno personal, yo también, nosotros todos nos podemos retratar en ese pueblo de Israel de dura cerviz, ese pueblo que se equivoca, que tropieza, y que muchas veces busca a Dios en el lugar equivocado, o que simplemente no le busca. Pero también nos podemos retratar en ese pueblo a quien Dios lo llenó de gracia y de amor, a pesar de sus equívocos y pecados. También nosotros podemos ser casi al mismo tiempo espejos de misericordia y monumentos de miseria. Quienes nos conozcan podrán también ver reflejado en nosotros cuánto nos ha amado Dios y cuán poco le hemos amado nosotros.

En toda verdad podemos decir y confesar: ¡Gracias, Señor, porque nuestras miserias no son impedimento para tu amor!

viernes, 8 de enero de 2016

Celebrar la misericordia

Hemos entrado en el año 2016, un Año que fue esperado con especial interés, también por la frecuencia con que el Papa Francisco ha hecho referencia a este gran “Año Santo de la Misericordia”.

El día de año nuevo, solemnidad de Santa María, Madre de Dios, tuvo su  primer encuentro del año con los Romanos y con los peregrinos en la Basílica de Santa María la Mayor, donde abrió también la Puerta Santa.
Inició su homilía con las hermosas palabras: «Dios te salve, Madre de misericordia, Madre de Dios y Madre del perdón, Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría».
Y prosiguió comentando: “En estas pocas palabras se sintetiza la fe de generaciones de personas que, con sus ojos fijos en el icono de la Virgen, piden su intercesión y su consuelo. (…). Atravesemos, por tanto, la Puerta Santa de la Misericordia con la certeza de que la Virgen Madre nos acompaña, la Santa Madre de Dios, que intercede por nosotros.
Dejémonos acompañar por ella para redescubrir la belleza del encuentro con su Hijo Jesús. Abramos nuestro corazón de par en par a la alegría del perdón, conscientes de la esperanza cierta que se nos restituye, para hacer de nuestra existencia cotidiana un humilde instrumento del amor de Dios”.

A mediodía, en el Angelus, decía:
”Al comienzo del año es hermoso intercambiarnos las felicitaciones. Es, en el fondo un signo de la esperanza que nos anima y nos invita a creer en la vida. Sabemos sin embargo, que con el nuevo año no todo cambiará, y que muchos problemas de ayer permanecerán también mañana. Entonces querría dirigiros una felicitación sostenida por una esperanza real, que saco de la Liturgia de hoy.
Son las palabras con las que el Señor pide que se bendiga a su pueblo: «El Señor haga resplandecer su rostro sobre ti…». También yo os deseo esto: que el Señor ponga su mirada sobre vosotros, que podáis alegraros, sabiendo que cada día su rostro misericordioso, más radiante que el sol, resplandece  sobre vosotros. (…).
Porque es un Padre enamorado del hombre, que no se cansa de recomenzar del principio con nosotros para renovarnos. ¡El Señor tiene paciencia con nosotros!
Cada mañana, al despertarnos, podemos decir: «Hoy el Señor hace resplandecer su rostro». ¡Hermosa oración, que es una realidad!”
«... No os olvidéis, por la mañana, cuando os despertéis, de recordar la bendición de Dios: "Hoy el Señor hace resplandecer su rostro sobre mí". 

De veras, esta oración con la que nos sugiere el Papa despertarnos cada mañana es hermosa, alentadora de una fe y esperanza firmes. Porque, así como uno de los deseos más vivos del corazón creyente es contemplar el rostro de Dios, también da aliento y alegría el saber que cada día somos amados y mirados por nuestro Padre Dios.
¡Con qué sinceridad el salmista y cada uno de nosotros pide en la confesión de su culpa:  
“Crea en mí, oh Dios, un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu Santo Espíritu”.
Hago mía también la invocación del salmo 27,8-9 :
“Oigo en mi corazón: Buscad mi rostro”.
Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro…”.

"Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre" (MV 1)

Este Año el Papa Francisco nos invita sobre todo a contemplar el “rostro de la misericordia del Padre, que es el mismo Jesucristo. (Bula MV, 1).
Cuando oro deseando contemplar el rostro del Señor, recuerdo espontáneamente al santo Papa Juan Pablo II en su carta programática para el tercer milenio: “Novo Millennio ineunte”, especialmente en su segundo capítulo: “Un rostro para contemplar”.
También Juan Pablo II, como repetirá muy a menudo el Papa Francisco, insistía en recordar que la contemplación del rostro de Jesús, muerto y resucitado, tiene que ir unida a la contemplación, la mirada directa a los “rostros” desfigurados, sufrientes, frecuentemente olvidados de nuestros hermanos y hermanas.
Esto requiere ciertamente en mí una conversión que se concreta en las obras de misericordia, espirituales y corporales, como recuerda  el Papa, haciendo eco y resonancia del mismo Evangelio.

El Papa Francisco en la Bula de  convocación del Jubileo de la Misericordia (n. 3), recuerda que «hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a tener la mirada fija en la misericordia, para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre».
A esto nos ayuda ciertamente celebración, la participación en la Liturgia.
Leía con alegría y en plena sintonía en  “Misa dominical”, en la 1ª página del n. 1 de 2016:
“La Liturgia es un momento privilegiado para poder dejarse fascinar por el rostro misericordioso de Dios en Jesucristo. …Es importante promover celebraciones que transmitan esta dimensión central, especialmente en la Eucaristía dominical, que este año nos ayuda con las lecturas del ciclo C, pero también en los restantes sacramentos y espacios de oración y a lo largo del Año litúrgico, de una forma especial en la Cuaresma y en la Pascua… para que el Jubileo sea vivido, y especialmente celebrado, como «un momento extraordinario de gracia y de renovación espiritual”.

El Sermón I de la Epifanía del abad san Bernardo me ha parecido una hermosa contemplación al iniciar la celebración del Año de la misericordia:
            “Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre. Gracias sean dadas a Dios que ha hecho abundar en nosotros el consuelo en medio de esta peregrinación…
Antes de que apareciese la humanidad de nuestro Salvador, su bondad se hallaba también oculta, aunque ésta ya existía, pues la misericordia del Señor es eterna…
De lo que se trata ahora no es de la promesa de la paz, sino de su envío, no de la dilatación de su entrega, sino de su realidad; no de su anuncio profético, sino de su presencia. Es como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su misericordia; un saco que habría de desfondarse en la pasión, para que se derramara nuestro precio, oculto en él; un saco pequeño, pero lleno. Ya que un niño se nos ha dado, pero en quien habita toda la plenitud de la divinidad. (…).

"Misericordiosos como el Padre"

Que deduzcan de aquí los hombres lo grande que es el cuidado que Dios tiene de ellos; que se enteren de lo que Dios piensa y siente sobre ellos. No te preguntes tú, que eres hombre, por lo que has sufrido, sino por lo que sufrió él. Deduce de todo lo que sufrió por ti, en cuanto te tasó, y así su bondad se te hará evidente por su humanidad. Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre. 
Grandes y manifiestos son, sin duda, la bondad y el amor de Dios, y gran indicio de bondad reveló quien se preocupó de añadir a la humanidad el nombre de Dios”.


viernes, 20 de noviembre de 2015

“Oración llena de seres humanos”

Hay una forma de oración que nos estimula particularmente a la entrega evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de los demás: es la intercesión. Miremos por un momento el interior de un gran evangelizador como san Pablo, para percibir cómo era su oración. Esta oración estaba llena de seres humanos: «En todas mis oraciones siempre pido con alegría por todos vosotros […] porque os llevo dentro de mi corazón» (Flp 1, 4.7).
Así descubrimos que interceder no nos aparta de la verdadera contemplación, porque la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño” (EG 281).

El sábado de la semana trigésimo primera del Tiempo Ordinario concluía en la Liturgia eucarística la lectura de la Carta de san Pablo a los Romanos, que la liturgia eucarística nos había ofrecido durante cuatro semanas.
Al proclamar la lectura, me pareció casi nuevo el elenco de nombres citados por el Apóstol en el capítulo 16, último de la Carta. Me hizo recordar la exhortación apostólica del Papa Francisco “La alegría del Evangelio”, que luego volví a meditar y orar en la adoración eucarística (cf n. 281).
El texto litúrgico, como en otras ocasiones, hace centones, por razones obvias de cara a la proclamación en la asamblea litúrgica.
Estos centones me invitaron a volver a leer el texto de la Biblia, para todos los nombres que aparecen en este capítulo.  No sé si los conté todos, pero he  contado un total  de 28 los nombres propios individuales, sin contar los ‘colectivos’, que son también significativos.
Se trata de los nombres de los destinatarios de los saludos de Pablo; después aparecen también los nombres de los que, junto con el Apóstol, saludan a la comunidad de los Romanos: Timoteo, su colaborador, y sus paisanos Lucio, Jasón y Sosípatro; junto con Tercio (el que escribe), y Gayo, en cuya casa se hospeda Pablo y en la que se reúne “toda la iglesia”. Y todavía sigue la lista: Saludos de Erasto, el tesorero de la ciudad, y del hermano Cuarto”.

El texto de la liturgia omite el versículo primero de este último capítulo de la carta, que tiene también una gran importancia:
Os recomiendo a Febe, nuestra hermana, diaconisa de la Iglesia de Cencreas. Recibidla en el Señor de una manera digna de los santos, y asistidla en cualquier cosa que necesite de vosotros, pues ella ha sido protectora de muchos, incluso de mí mismo. (B. de Jerusalén).
Os recomiendo a nuestra hermana Febe, que está al servicio de la iglesia de Cencreas. […] también ella ha favorecido a muchos, entre ellos a mí mismo” (Rm 16, 1-2) (traducción de la Casa de la Biblia).
Comprendo la nota que aparece en las varias Biblias, poniendo en duda la autenticidad de este capítulo de la carta a los Romanos. No sé si será del apóstol Pablo o de otro de su escuela. “Doctores tiene la santa Iglesia…”. De todas formas, es Palabra de Dios, y, como tal, me lleva a  reconocer  que el corazón de Pablo estaba de veras “lleno de nombres”, como afirma el Papa Francisco. Y ésta es para mí, discípula del Maestro Jesús, una gran lección de vida.
Esta realidad del corazón grande del Apóstol aparece aquí de una manera muy  llamativa; pero es bien perceptible también en todos sus escritos. Con unas u otras expresiones, Pablo puede decir con verdad a sus hijos, a sus comunidades: “os llevo en el corazón”.
Recuerdo la bella afirmación de san Juan Crisóstomo: “Cor Pauli, Cor Christi”.

Os llevo en el corazón
Su corazón, toda su personalidad se formó ciertamente en el contacto diario y  profundo con las Escrituras sagradas. De Abrahán, de Moisés, de los patriarcas y profetas, de los salmos aprendió el Apóstol a conocer el corazón de Dios.
Y en el encuentro con Jesús vivo y resucitado en el camino de Damasco entendió que Cristo se identifica con sus hermanos, con los que en aquel momento eran perseguidos por Saulo. ¡Cómo habrá sentido en su corazón la palabra del Señor: Soy Jesús, a quien tú persigues”! Desde entonces, Saulo-Pablo aprendió que los demás, y en el caso concreto los cristianos, son alguien que ‘le pertenece’, según la bella y honda expresión del Papa san Juan Pablo II en la Carta apostólica programática para el tercer Milenio.
Creo realmente que puedo aplicar a Pablo, desde el encuentro camino de Damasco hasta el fin de su vida, que adquirió y vivió “… la capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico  y, por tanto, como uno que me (le) pertenece, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos…” (NMI, n. 43).
Por sus comunidades, por cada uno de sus ‘hijos’, Pablo aprendió a interceder, a recordarlos “con alegría”.


Cuántas veces el Apóstol habrá recordado a Abrahán, que mantiene un diálogo con Dios, revestido de una carga de humanidad y dramatismo singulares (Gn 18, 16-33).
Recuerdo una hermosa página del recordado L. Alonso Schökel, que compara esta página del Génesis con la del “amigo importuno” de Lucas (11, 5-13). Y comenta el jesuita: “Abrahán no cuestionó a Dios cuando recibió la orden de partir de su tierra, o de sacrificar a su hijo. Aquí el santo patriarca, “padre de los creyentes”, se preocupa inmediatamente por la suerte de su sobrino, son espíritu fraterno. Mediatamente por la ciudad (lo contrario de Jonás)”.
También recordaría la página del Éxodo (32, 30ss.), en la que Moisés comprende a tal punto su misión de mediador e intercesor por el pueblo que Yahvé le ha confiado, y la sigue cumpliendo con firmeza incluso cuando el pueblo es infiel a Dios.  Se siente inflamado por el amor y el celo por Yahvé, y al mismo tiempo solidario en máximo grado de la suerte de su pueblo. En esta actitud llegará a pedirle al Señor “que le corre del libro”, si no perdona al pueblo (Ex 30,32).


Algo semejante afirmará el mismo Pablo: "Digo la verdad en Cristo, ni miento, siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne, los israelitas… de los cuales procede también Cristo según la carne…” (Rm 9, 1-5).

La Regla de Vida me  recuerda también a mí, a toda Discípula del Divino Maestro: “Adoramos al Padre en espíritu y verdad, y prolongamos la contemplación del Misterio en la adoración eucarística cotidiana.
Seguimos un itinerario mistagógico, en Cristo Camino, Verdad y Vida, profundizamos en la escucha de la Palabra, la participación en el Misterio Pascual e intercedemos por la Iglesia y por la humanidad…” (n. 18).
Y en el n. 140, hablando ya de la misión específica de cada Discípula del Divino Maestro, me dice: “Asumimos el ministerio de la oración incesante que se extiende en la adoración perpetua. En la acción de gracias, testimoniamos la primacía de Dios en el mundo. Intercedemos por las necesidades de la Iglesia, de los pueblos y de la Familia Paulina. Invocamos gracia para el mundo de la comunicación, para que la buena noticia que es Jesucristo alcance a todas las gentes” (n. 140).







martes, 3 de noviembre de 2015

«misericordiosos como el Padre 

Buscando en la página del arzobispado de Madrid la Carta Pastoral de nuestro Arzobispo don Carlos Osoro: “Jesús, rostro de la Misericordia, camina y conversa con nosotros en Madrid”, en la pestaña ‘oración y liturgia’, encontré el siguiente comentario al Evangelio del día, tomado de Lucas 13, 18-21. 
En aquel tiempo. Jesús decía: 
«¿A qué se parece el reino de Dios? ¿A qué lo compararé? 
Se parece a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas». 
Y añadió: «A que compararé el reino de Dios? Se parece a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta».

El comentario aparece con un título que me llama la atención; leo y vuelvo a leer. 
Es significativo; me hace pensar y orar,  me lleva también a revisar mis actitudes y mis ‘prisas’…
No será muy “litúrgico”, pero a mí en este momento me hizo bien, y pienso que quizá a otros les pueda hacer semejante efecto y aplicación a la vida de cada día.

Dicho comentario creo que lleva la firma de Juan José.

Sin prisa

"Las personas que van con una prisa desquiciada no es que morirán antes, es que apenas se enterarán de que han vivido. Dice el Señor que el Reino de Dios se inicia en la Tierra y crece. Y ese crecimiento no tiene peculiaridades diferentes a las propias del árbol, cuyo ascenso es deliciosamente lento hasta que la musculatura de su tronco madura y es capaz de sostener los nidos, los pájaros, los niños que trepan hasta la copa y la nieve del invierno. El agua mansa va produciendo el milagro de la lentitud. Hay como un ritmo incrustado de pequeñas pausas en todo aquello que Dios ha creado, un aura imperceptible de desarrollo.
Si eres de los que te importuna la lentitud y no tienes la paciencia básica para explicar un problema de matemáticas a tu hijo, que se hace el remolón, es difícil que veas crecer el Reino de los Cielos en tu vida. Mucha gente piensa que haciendo más cosas y llegando a más sitios serán capaces de evangelizar más o cargar las alforjas de lo cotidiano con más y mejores bienes. Son gente capaz de reprocharle al mismo Señor que estuviera callado 30 años y sólo dedicara 3 a revelarnos el misterio de su Persona. Un tiempo desperdiciado, dirán, y además circunscrito a un área de acción mínima, Palestina, cuando bien podría haber nacido en la capital del Imperio y haberse dirigido al mismo César, no a un subalterno, a un prefecto de esa provincia más bien conflictiva que era Judea.
Exprimir el tiempo, llenar de muchas horas la jornada, más que de vida, es un fraude de existencia. El Reino crece cuando un día descubres una frase del Evangelio que, sin saber por qué, te acompaña durante semanas, y te ayuda a saber escuchar mejor a la gente del trabajo y hacer de tu tiempo un proceso que va desplegándose con generosidad. Y entonces uno se va a dormir más calmado, dando gracias a Dios por el día transcurrido por pura necesidad de agradecimiento, no porque tenga que aprovechar el último minuto para acordarse de Dios. Es la diferencia entre caer derrotado en la cama o hacer, incluso del descanso, un tiempo de oración. Sin prisa, que Dios siempre te alcanza".


Juan José





Mientras oraba con este pasaje evangélico y también con el comentario inesperadamente recibido, me viene espontáneo el recuerdo vivo de una amiga religiosa, que había conocido en Bilbao en un encuentro de oración, y luego he coincido muchas veces con ella en su ciudad Condal: en su comunidad, en la mía, en la plaza Cataluña allí sentadas en dos sillas, que nos tocó pagar…
Era la alegría en persona; decía que a ella el Señor le había regalado precisamente el don de la alegría, y sus ojos de persona mayor reflejaban casi una alegría de niña. Falleció a los 92 años.
Recordé espontáneamente a la hna. Palmyra, porque una de sus frases preferidas, ante mis prisas, era que Dios es “amigo de las lentitudes”, no tiene prisa.
Hablaba de Dios, de Jesús, de la vida cristiana con una serenidad encantadora.
En años no fáciles para la Vida religiosa en España, sobre los años ’70, ’80, una religiosa joven de su comunidad me comentaba: ¡«qué bien nos entiende a las religiosas jóvenes la hna. Palmyra…»!

Los recuerdos se entrelazan. Palmyra había asimilado la enseñanza, las actitudes de Jesús en su Evangelio, su cercanía, su misericordia hacia los más necesitados. Un anticipo del “Jubileo de la Misericordia”. Un retrato vivo, espontáneo, cercano.
Escribe nuestro santo Padre Francisco en la “Misericordiae vultus”: «siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. (…) La misericordia es la vida maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en el anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino misericordioso y compasivo» (MV 1, 3, 10).

 
"Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre"




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