viernes, 13 de mayo de 2016

Nadie  puede decir: «Jesús es Señor»,
si no es bajo la acción del Espíritu Santo

En el Tiempo de Pascua, la liturgia nos ofrece, como primera lectura en los días feriales, el libro de los Hechos de los Apóstoles, la historia de la Iglesia apostólica.
Y en el recorrido hermoso de los primeros pasos de la Iglesia, después de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, ya en la tercera semana de Pascua aparece Saulo perseguidor de los cristianos, que en el camino de Damasco encuentra al Señor Jesús Resucitado y éste le interpela: «Saulo, ¿Por qué me persigues?».  Saulo perseguidor, el fariseo seguro con la seguridad que le viene de la Ley de Moisés, es reducido, y ciego, tiene que ser conducido de la mano de sus compañeros de viaje Damasco.
Ananías, casi seguramente uno de la lista de los buscados por Saulo para llevarlos a los sumos sacerdotes…, será el instrumento escogido por Dios para devolver la vista a Pablo y decirle: «Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció cuando venías por el camino, me ha enviado para que recobres la vista y te llenes del Espíritu Santo».
Y Pablo se queda ya unos días con sus nuevos hermanos, los cristianos, anunciando en la sinagoga “que Jesús es el Hijo de Dios”. Pero será más tarde que, de la mano de Bernabé y junto a él, partirá enviados por la comunidad de Antioquía y por el Espíritu Santo: «Separadme a Bernabé y a Saulo para la misión a que los he llamado».
Lucas nos informa: «Con esta misión del Espíritu Santo, bajaron a Seleucia y de allí zarparon para Chipre;… anunciaron la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos. … Se hicieron a la vela en Pafos, llegaron a Perge de Panfilia, siguieron hasta Antioquia de Pisidia y el sábado vuelven a la sinagoga». Cuando una y otra vez se encuentran con la fuerte oposición de los judíos, los dejan y se van a los gentiles, que acogen con alegría las palabras de la salvación.
Pablo sigue recorriendo el mundo oriental, evangelizando y anunciando siempre al Señor Jesús muerte y resucitado. Deja presbíteros, hermanas y hermanos al frente de las comunidades que se van formando a su paso. Todas quedan “llenas de alegría y del Espíritu Santo”.

Pablo se siente “apóstol enviado por Dios para los gentiles”. A ellos se dirige abiertamente, aunque tampoco olvida a sus hermanos de sangre y de raza. El tema de la circuncisión, tan importante para los judíos, es el centro de debates hasta que los Apóstoles, provocados por Bernabé y Pablo, deciden reunirse en Jerusalén y “examinar el asunto”.
En este encuentro, conocido por “concilio de Jerusalén”,  Pedro se dirige a sus hermanos haciendo una confesión significativa por sincera, que no estábamos acostumbrados a escuchar: «…Por qué provocáis a Dios, imponiendo a estos discípulos una carga que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido soportar»? Y acto seguido, de sus labios escuchamos casi una primera “definición dogmática” (así la definía hace años el prof. Angelo Penna): «No; creemos que lo mismo ellos que nosotros nos  salvamos por la gracia del Señor Jesús».
Y así Pablo, confirmado también por Pedro, Santiago y los demás Apóstoles, prosigue su recorrido de evangelizador, y, urgido “en sueño por un macedonio”, pasa a Macedonia, seguro él y sus acompañantes, “de que Dios nos llamaba a predicar el Evangelio”.
Entrado ya en Europa, Lucas afirma que con Pablo se detuvieron unos días en Filipos. Allí se encontraron con una escena especialmente sugerente del encuentro “con las mujeres” que se habían reunido para orar “por la orilla del río”. Allí, sigue el autor de los Hechos: «nos sentamos y trabamos conversación con las mujeres que habían acudido. Una de ellas, que se llamaba Lidia… estaba escuchando; y el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo.
Se bautizó con toda su familia y nos invitó: - «Si estáis convencidos de que creo en el Señor, venid a hospedaros en mi casa».  “Y nos obligó a aceptar”, concluye Lucas.
Lidia quedará como la primera convertida de Europa, que nos recuerda la Palabra de Dios. Y con ella toda su familia.
Y Pablo prosigue su misión de anunciar a Jesucristo muerto y resucitado, dirigiéndose a Roma, alentado por la palabra del Señor que “se le presentó en sueños y le dijo: «¡Ánimo” Lo mismo que has dado testimonio en lo referente a mí en Jerusalén, tienes que darlo en Roma».
Por el camino ya se había despedido  de algunas de sus comunidades. El relato de los Hechos es en algunas especialmente  cargadas de emotividad. Pablo a todos los hijos e hijas  que va despidiendo, los deja “en manos de Dios y de su palabra de gracia”, en cuyo poder confía plenamente.

El sábado de la VII semana de Pascua, víspera de Pentecostés, Lucas nos presenta a Pablo ya en Roma y nos dice: “Vivió allí dos años enteros a su propia costa, recibiendo a todos los que acudían, predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos”.

Así dejaremos a Pablo, para pasar al Tiempo Ordinario, en su VII semana.
Pero antes celebraremos "con gozo pascual" la  solemnidad de Pentecostés, la venida del Espíritu, enviado por Jesús, desde el Padre.

Pentecostés,  la culminación de la Cincuentena pascual.
Hemos cantado “con alegría desbordante” el “aleluya pascual”. 
La eucología y toda la Palabra de Dios, con el evangelio de Juan que nos acompañó en todo el Tiempo de Pascua, nos han preparado para acoger y recibir la abundancia de los dones y frutos del Espíritu Santo creador, “Señor y dador de vida”.

            Me gusta, al final de este Tiempo de Pascua recordar  un texto de san Agustín, que nos ofrecía la Liturgia de las Horas hace ya unas semanas; me ha parecido particularmente sugerente:
  "El aleluya pascual"
“Toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura, si no se ejercita ahora en esta alabanza. … Nuestra alabanza incluye la alegría, la oración, el gemido. …
Ahora, hermanos, os exhortamos a la alabanza de Dios; y esta alabanza es la que nos expresamos mutuamente cuando decimos: Aleluya. «Alabad al Señor», nos decimos unos a otros; y así todos hacen aquello a lo que se exhortan mutuamente. Pero procurad alabarlo con toda vuestra persona, esto es, no sólo vuestra lengua y vuestra voz deben alabar a Dios, sino también vuestro interior, vuestra vida, vuestras acciones”. (de los comentarios de san Agustín sobre los salmos. Salmo 148, 1-2).

Con toda la Iglesia invocamos la efusión del Espíritu:

Ven Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo.
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
Amén. Aleluya.



No hay comentarios: