“Nadie puede
decir: «Jesús es Señor»,
si no
es bajo la acción del Espíritu Santo”
En
el Tiempo de Pascua, la liturgia nos ofrece, como primera lectura en los días
feriales, el libro de los Hechos de los
Apóstoles, la historia de la Iglesia apostólica.
Y
en el recorrido hermoso de los primeros pasos de la Iglesia, después de la
venida del Espíritu Santo en Pentecostés, ya en la tercera semana de Pascua aparece
Saulo perseguidor de los cristianos, que en el camino de Damasco encuentra al
Señor Jesús Resucitado y éste le interpela: «Saulo, ¿Por qué me persigues?».
Saulo perseguidor, el fariseo seguro con
la seguridad que le viene de la Ley de Moisés, es reducido, y ciego, tiene que
ser conducido de la mano de sus compañeros de viaje Damasco.
Ananías,
casi seguramente uno de la lista de los buscados por Saulo para llevarlos a los
sumos sacerdotes…, será el instrumento escogido por Dios para devolver la vista
a Pablo y decirle: «Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció cuando
venías por el camino, me ha enviado para que recobres la vista y te llenes del
Espíritu Santo».
Y
Pablo se queda ya unos días con sus nuevos hermanos, los cristianos, anunciando
en la sinagoga “que Jesús es el Hijo de Dios”. Pero será más tarde que, de la
mano de Bernabé y junto a él, partirá enviados por la comunidad de Antioquía y
por el Espíritu Santo: «Separadme a Bernabé y a Saulo para la misión a que los
he llamado».
Lucas
nos informa: «Con esta misión del Espíritu Santo, bajaron a Seleucia y de allí
zarparon para Chipre;… anunciaron la palabra de Dios en las sinagogas de los
judíos. … Se hicieron a la vela en Pafos, llegaron a Perge de Panfilia,
siguieron hasta Antioquia de Pisidia y el sábado vuelven a la sinagoga». Cuando
una y otra vez se encuentran con la fuerte oposición de los judíos, los dejan y
se van a los gentiles, que acogen con alegría las palabras de la salvación.
Pablo
sigue recorriendo el mundo oriental, evangelizando y anunciando siempre al
Señor Jesús muerte y resucitado. Deja presbíteros, hermanas y hermanos al
frente de las comunidades que se van formando a su paso. Todas quedan “llenas de alegría y del Espíritu Santo”.
Pablo
se siente “apóstol enviado por Dios para
los gentiles”. A ellos se dirige abiertamente, aunque tampoco olvida a sus
hermanos de sangre y de raza. El tema de la circuncisión, tan importante para los judíos, es el centro de
debates hasta que los Apóstoles, provocados por Bernabé y Pablo, deciden
reunirse en Jerusalén y “examinar el asunto”.
En
este encuentro, conocido por “concilio de Jerusalén”, Pedro se dirige a sus hermanos haciendo una
confesión significativa por sincera, que no estábamos acostumbrados a escuchar:
«…Por qué provocáis a Dios, imponiendo a estos discípulos una carga que ni
nosotros ni nuestros padres hemos podido soportar»? Y acto seguido, de sus
labios escuchamos casi una primera “definición dogmática” (así la definía hace
años el prof. Angelo Penna): «No; creemos que lo mismo ellos que nosotros
nos salvamos por la gracia del Señor
Jesús».
Y
así Pablo, confirmado también por Pedro, Santiago y los demás Apóstoles,
prosigue su recorrido de evangelizador, y, urgido “en sueño por un macedonio”,
pasa a Macedonia, seguro él y sus acompañantes, “de que Dios nos llamaba a
predicar el Evangelio”.
Entrado
ya en Europa, Lucas afirma que con Pablo se detuvieron unos días en Filipos.
Allí se encontraron con una escena especialmente sugerente del encuentro “con
las mujeres” que se habían reunido para orar “por la orilla del río”. Allí, sigue
el autor de los Hechos: «nos sentamos y trabamos conversación con las mujeres
que habían acudido. Una de ellas, que se llamaba Lidia… estaba escuchando; y el Señor le abrió el corazón para que
aceptara lo que decía Pablo.
Se
bautizó con toda su familia y nos invitó: - «Si estáis convencidos de que creo
en el Señor, venid a hospedaros en mi casa». “Y nos obligó a aceptar”, concluye Lucas.
Lidia
quedará como la primera convertida de
Europa, que nos recuerda la Palabra de Dios. Y con ella toda su familia.
Y
Pablo prosigue su misión de anunciar a Jesucristo muerto y resucitado,
dirigiéndose a Roma, alentado por la palabra del Señor que “se le presentó en
sueños y le dijo: «¡Ánimo” Lo mismo que has dado testimonio en lo referente a
mí en Jerusalén, tienes que darlo en Roma».
Por
el camino ya se había despedido de
algunas de sus comunidades. El relato de los Hechos es en algunas especialmente
cargadas de emotividad. Pablo a todos
los hijos e hijas que va despidiendo,
los deja “en manos de Dios y de su
palabra de gracia”, en cuyo poder confía plenamente.
El
sábado de la VII semana de Pascua, víspera de Pentecostés, Lucas nos presenta a
Pablo ya en Roma y nos dice: “Vivió allí dos años enteros a su propia costa,
recibiendo a todos los que acudían, predicándoles el reino de Dios y enseñando
lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos”.
Así
dejaremos a Pablo, para pasar al Tiempo Ordinario, en su VII semana.
Pero antes celebraremos "con gozo pascual" la solemnidad de Pentecostés, la venida del Espíritu, enviado por Jesús, desde el Padre.
Pentecostés, la culminación de la Cincuentena pascual.
Hemos cantado “con alegría desbordante” el “aleluya pascual”.
La eucología y toda
la Palabra de Dios, con el evangelio de Juan que nos acompañó en todo el Tiempo
de Pascua, nos han preparado para acoger y recibir la abundancia de los dones y
frutos del Espíritu Santo creador, “Señor y dador de vida”.
Me gusta, al final de este Tiempo de Pascua recordar un texto de san Agustín, que nos ofrecía la Liturgia de las Horas hace ya unas semanas; me ha parecido particularmente sugerente:
"El aleluya pascual"
“Toda
nuestra vida presente debe discurrir en la
alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la
vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura, si no se ejercita
ahora en esta alabanza. … Nuestra alabanza incluye la alegría, la oración, el
gemido. …
Ahora,
hermanos, os exhortamos a la alabanza de Dios; y esta alabanza es la que nos expresamos mutuamente cuando
decimos: Aleluya. «Alabad al Señor», nos decimos unos a otros; y así
todos hacen aquello a lo que se exhortan mutuamente. Pero procurad alabarlo con toda vuestra persona, esto
es, no sólo vuestra lengua y vuestra voz deben alabar a Dios, sino también
vuestro interior, vuestra vida, vuestras acciones”. (de los comentarios de san
Agustín sobre los salmos. Salmo 148, 1-2).
Con toda la Iglesia invocamos
la efusión del Espíritu:
Ven Espíritu divino,
manda tu luz desde el
cielo.
Padre amoroso del
pobre;
don, en tus dones
espléndido;
luz que penetra las
almas;
fuente del mayor
consuelo.
Ven, dulce huésped del
alma,
descanso de nuestro
esfuerzo.
tregua en el duro
trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las
lágrimas
y reconforta en los
duelos.
Entra hasta el fondo
del alma,
divina luz, y
enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por
dentro;
mira el poder del
pecado,
cuando no envías tu
aliento.
Riega la tierra en
sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas,
infunde
calor de vida en el
hielo,
doma el espíritu
indómito,
guía al que tuerce el
sendero.
Reparte tus siete
dones,
según la fe de tus
siervos;
por tu bondad y tu
gracia,
dale al esfuerzo su
mérito;
salva al que busca
salvarse
y danos tu gozo
eterno.
Amén. Aleluya.
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