“Oración llena
de seres humanos”
“Hay
una forma de oración que nos estimula particularmente a la entrega
evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de los demás: es la intercesión. Miremos por un momento el interior de un gran evangelizador como san Pablo,
para percibir cómo era su oración. Esta oración estaba llena de seres humanos: «En todas mis oraciones siempre pido con
alegría por todos vosotros […] porque os
llevo dentro de mi corazón» (Flp 1, 4.7).
Así
descubrimos que interceder no nos aparta de la verdadera contemplación, porque
la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño” (EG 281).
El sábado de la semana trigésimo primera del
Tiempo Ordinario concluía en la Liturgia eucarística la lectura de la Carta de
san Pablo a los Romanos, que la liturgia eucarística nos había ofrecido durante
cuatro semanas.
Al proclamar la lectura, me pareció casi nuevo el
elenco de nombres citados por el Apóstol en el capítulo 16, último de la Carta.
Me hizo recordar la exhortación apostólica del Papa Francisco “La alegría del
Evangelio”, que luego volví a meditar y orar en la adoración eucarística (cf n. 281).
El texto litúrgico, como en otras ocasiones, hace
centones, por razones obvias de cara a la proclamación en la asamblea
litúrgica.
Estos centones me invitaron a volver a leer el
texto de la Biblia, para todos los nombres que aparecen en este capítulo. No sé si los conté todos, pero he contado un total de 28 los nombres propios individuales, sin
contar los ‘colectivos’, que son también significativos.
Se trata de los nombres de los destinatarios de
los saludos de Pablo; después aparecen también los nombres de los que, junto
con el Apóstol, saludan a la comunidad de los Romanos: Timoteo, su colaborador,
y sus paisanos Lucio, Jasón y Sosípatro; junto con Tercio (el que escribe), y
Gayo, en cuya casa se hospeda Pablo y en la que se reúne “toda la iglesia”. Y
todavía sigue la lista: Saludos de Erasto, el tesorero de la ciudad, y del
hermano Cuarto”.
El texto de la liturgia omite el versículo primero
de este último capítulo de la carta, que tiene también una gran importancia:
Os recomiendo a Febe, nuestra hermana, diaconisa de la
Iglesia de Cencreas. Recibidla en el Señor de una manera digna de los santos, y
asistidla en cualquier cosa que necesite de vosotros, pues ella ha sido protectora de muchos, incluso
de mí mismo.
(B. de Jerusalén).
Os recomiendo a nuestra hermana Febe, que está al
servicio de la iglesia de Cencreas. […] también ella ha favorecido a muchos,
entre ellos a mí mismo” (Rm 16, 1-2) (traducción de la Casa de la Biblia).
Comprendo la nota que aparece en las varias
Biblias, poniendo en duda la autenticidad de este capítulo de la carta a los
Romanos. No sé si será del apóstol Pablo o de otro de su escuela. “Doctores tiene la santa Iglesia…”. De
todas formas, es Palabra de Dios, y, como tal, me lleva a reconocer que el corazón de Pablo estaba de veras “lleno
de nombres”, como afirma el Papa Francisco. Y ésta es para mí, discípula del
Maestro Jesús, una gran lección de vida.
Esta realidad del corazón grande del Apóstol
aparece aquí de una manera muy llamativa; pero es bien perceptible también en
todos sus escritos. Con unas u otras expresiones, Pablo puede decir con verdad
a sus hijos, a sus comunidades: “os llevo
en el corazón”.
Recuerdo la bella afirmación de san Juan Crisóstomo:
“Cor Pauli, Cor Christi”.
Os llevo en el corazón |
Su corazón, toda su personalidad se formó ciertamente en el contacto diario y profundo con las
Escrituras sagradas. De Abrahán, de Moisés, de los patriarcas y profetas, de
los salmos aprendió el Apóstol a conocer el corazón de Dios.
Y en el encuentro con Jesús vivo y resucitado en
el camino de Damasco entendió que
Cristo se identifica con sus hermanos, con los que en aquel momento eran
perseguidos por Saulo. ¡Cómo habrá sentido en su corazón la palabra del Señor: “Soy
Jesús, a quien tú persigues”! Desde entonces, Saulo-Pablo aprendió que
los demás, y en el caso concreto los cristianos, son alguien que ‘le pertenece’,
según la bella y honda expresión del Papa san Juan Pablo II en la Carta
apostólica programática para el tercer Milenio.
Creo realmente que puedo aplicar a Pablo, desde el
encuentro camino de Damasco hasta el fin de su vida, que adquirió y vivió “… la capacidad de sentir al hermano de fe en
la unidad profunda del Cuerpo místico y,
por tanto, como uno que me (le) pertenece, para saber compartir sus alegrías y
sus sufrimientos…” (NMI, n. 43).
Por sus comunidades, por cada uno de sus ‘hijos’,
Pablo aprendió a interceder, a recordarlos “con alegría”.
Cuántas veces el Apóstol habrá recordado a
Abrahán, que mantiene un diálogo con Dios, revestido de una carga de humanidad
y dramatismo singulares (Gn 18, 16-33).
Recuerdo una hermosa página del recordado L.
Alonso Schökel, que compara esta página del Génesis con la del “amigo importuno”
de Lucas (11, 5-13). Y comenta el jesuita: “Abrahán no cuestionó a Dios cuando recibió
la orden de partir de su tierra, o de sacrificar a su hijo. Aquí el santo
patriarca, “padre de los creyentes”, se preocupa inmediatamente por la suerte
de su sobrino, son espíritu fraterno. Mediatamente por la ciudad (lo contrario
de Jonás)”.
También recordaría la página del Éxodo (32,
30ss.), en la que Moisés comprende a tal punto su misión de mediador e intercesor
por el pueblo que Yahvé le ha confiado, y la sigue cumpliendo con firmeza
incluso cuando el pueblo es infiel a Dios.
Se siente inflamado por el amor y el celo por Yahvé, y al mismo tiempo solidario
en máximo grado de la suerte de su pueblo. En esta actitud llegará a pedirle al
Señor “que le corre del libro”, si no perdona al pueblo (Ex 30,32).
Algo semejante afirmará el mismo Pablo: "Digo la verdad en Cristo, ni miento, siento
una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues desearía ser yo
mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la
carne, los israelitas… de los cuales procede también Cristo según la carne…”
(Rm 9, 1-5).
La Regla de Vida me recuerda también a mí, a toda Discípula del
Divino Maestro: “Adoramos al Padre en
espíritu y verdad, y prolongamos la contemplación del Misterio en la adoración eucarística
cotidiana.
Seguimos
un itinerario mistagógico, en Cristo Camino, Verdad y Vida, profundizamos en la
escucha de la Palabra, la participación en el Misterio Pascual e intercedemos por la Iglesia y por la humanidad…”
(n.
18).
Y en el n. 140, hablando ya de la misión
específica de cada Discípula del Divino Maestro, me dice: “Asumimos el ministerio de la oración incesante que se extiende en la
adoración perpetua. En la acción de gracias, testimoniamos la primacía de Dios
en el mundo. Intercedemos por las necesidades de la Iglesia, de los pueblos y
de la Familia Paulina. Invocamos gracia para el mundo de la comunicación, para
que la buena noticia que es Jesucristo alcance a todas las gentes” (n. 140).
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