Lectio divina de Filipenses 2, 1-30
a Invocación para disponer el corazón a la escucha orante de la Palabra de Dios
Señor Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,
Dios de la gloria,
me postro ante ti y te adoro
como a mi Dios, mi Padre y Padre de toda la humanidad,
creada por tu amor y para gloria de la Trinidad divina.
La sangre preciosísima de tu Hijo nos ha redimido
para hacer de todos nosotros
el pueblo de tu alabanza,
por la acción santificadora de tu Espíritu de santidad.
Concédeme, Padre, espíritu de sabiduría y revelación,
ilumina los ojos de mi corazón
para que pueda conocer íntimamente tu plan de amor
revelado en la Palabra encarnada.
Pueda así yo también conocer y experimentar
cuál es la esperanza a que me habéis llamado,
cuál la riqueza de la gloria que me otorgas
y que nos otorgas a todos tus hijos en herencia.
Haz, Padre, que vea y conozca, con los ojos del corazón,
la soberana grandeza de tu poder
que has desplegado en Cristo Jesús
resucitándolo de entre los muertos
y sentándolo a tu derecha en los cielos
por encima de todo y de todos, para gloria y alabanza de tu Nombre.
(cf. Ef. 1, 15-21).
a Lectura orante
Guiada e iluminada por la luz del Espíritu Santo, “con los ojos del corazón” y no sólo con la mirada corporal y la inteligencia humana, leo una y otra vez la Palabra de Dios, guiada y acompañada por el mismo san Pablo, mistagogo del Misterio de Cristo, y bajo la óptica del beato Alberione.
1 Así, pues, si hay una exhortación en nombre de Cristo, un estímulo de amor, una comunión en el Espíritu, una entrañable misericordia, 2 colmad mi alegría, teniendo un mismo ánimo, y buscando todos lo mismo. 3 Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando a los demás como superiores a uno mismo, 4 sin buscar el propio interés sino el de los demás.
5 Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo:
6 El cual, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios.
7 sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo.
Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre,
8 se rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte
y una muerte de cruz.
9 Por eso lo exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
10 Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos,
11 y toda lengua confiese
que Cristo Jesús es el SENOR
para gloria de Dios Padre.
12 Así pues, queridos míos, de la misma manera que habéis obedecido siempre, no sólo cuando estaba presente sino mucho más ahora que estoy ausente, trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, 13 pues Dios es quien, por su benevolencia, obra en vosotros el querer y el obrar. 14 Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones 15 para que seáis irreprochables y sencillos hijos de Dios sin tacha en medio de una generación perversa y depravada, en medio de la cual brilláis como estrellas en el mundo, 16 manteniendo en alto la palabra de la vida. Así, en el Día de Cristo, seréis mi orgullo, ya que no habré corrido ni me habré fatigado en vano. 17 Y aunque mi sangre se derrame como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me alegro y congratulo con vosotros.
18 De igual manera también vosotros alegraos y congratulaos conmigo.
19 Espero en el Señor Jesús poder enviaros pronto a Timoteo, para quedar también yo animado con vuestras noticias. 20 Pues a nadie tengo de tan iguales sentimientos que se preocupe sinceramente de vuestros intereses, 21 ya que todos buscan sus propios intereses y no los de Cristo Jesús.
22 Pero vosotros conocéis su probada virtud, pues como un hijo junto a su padre ha servido conmigo en favor del Evangelio. 23 A él, pues, espero enviaros tan pronto como vea clara mi situación. 24 Y aun confío en el Señor que yo mismo podré ir pronto.
25 Entretanto, he juzgado necesario devolveros a Epafrodito, mi hermano, colaborador y compañero de armas, enviado por vosotros con el encargo de servirme en mi necesidad, 26 porque os está añorando a todos vosotros y anda angustiado porque sabe que ha llegado a vosotros la noticia de su enfermedad. 27 Es cierto que estuvo enfermo y a punto de morir. Pero Dios se compadeció de él; y no sólo de él, sino también de mí, para que no tuviese yo tristeza sobre tristeza. 28 Así pues, me apresuro a enviarle para que viéndole de nuevo os llenéis de alegría y yo quede aliviado en mi tristeza. 29 Recibidle, pues, en el Señor con toda alegría, y tened en estima a los hombres como él, 30 ya que por la obra de Cristo, ha estado a punto de morir, arriesgando su vida para compensar vuestra ausencia en servicio mío.
a Lectura
En la lectura orante, atenta y devota, voy subrayando algunas palabras de Pablo, las que más se repiten, o aquellas que producen en mí un mayor impacto y me hacen pararme para reflexionar.
Constato cómo un tema clave de este capítulo, como de toda la carta, es el de la comunión, la común-unión, que tiene como condición indispensable la humildad, el considerar a los demás como superiores a uno mismo.
Consciente de que las fuerzas humanas, la voluntad y el empeño no son suficientes para mantenernos en esta actitud, el mismo Pablo recurre, como ya en otros puntos de sus cartas (cf. por ejemplo, 1 Co 5, 6-8), al mismo ejemplo de Cristo. Sólo mirando a Cristo, los cristianos seremos capaces de vivir el mandamiento-testamento que él mismo nos dejó: el amor fraterno.
Siguiendo este ejemplo, los Filipenses serán y seremos todos nosotros discípulos fieles y auténticos del Maestro Jesús, y podremos convertirnos en luz para los hermanos, brillar como estrellas en el mundo, manteniendo alta la palabra de la vida. Es lo que Pablo desea no para gloria suya, aunque naturalmente viviendo así, los Filipenses serán también su orgullo en el Día de Cristo Jesús; pero la intención principal del Apóstol será siempre el bien, la gloria de sus mismos hijos.
Subrayo, al final, otra joya de estos versículos de la carta: Pablo está dispuesto a derramar su sangre, es más lo hará con alegría, para rociar con ella, confirmar la fe de sus hijos de Filipos. También aquí aparece con claridad la magnanimidad del corazón de Pablo, la alegría en la entrega total de su vida, a imitación del Maestro, de Cristo Jesús. Pide que los Filipenses no sufran por esta realidad, que Pablo ve no lejana, sino que con él y como él, se congratulen y alegren.
a Medito la Palabra
Vuelvo sobre el texto de san Pablo, buceando, con amor de hija, en el corazón del Apóstol para fijar mi atención en él, en su corazón, en sus actitudes, que constituyen también preciosas sugerencias para mi vida de discípula de Jesús el Maestro.
Ante todo, me detengo en la exhortación que nace del corazón de Pablo y para la que usa expresiones a cual más apremiantes y cálidas: la exhortación a la unidad. Es actitud profundamente sentida por él, al tiempo que también necesaria en todas sus comunidades, sin excluir la destinataria de esta carta. Para pedir esta unidad que lleve a unanimidad de sentimientos y de proyectos, el Apóstol recurre al nombre de Cristo, a la comunión en el Espíritu, a la misericordia entrañable y al deseo personalísimo de que viviendo en unidad, los Filipenses colmarán su alegría.
Recuerdo una vez más cómo la alegría es una de las características de esta carta, presente repetidas veces en sus exhortaciones y constataciones.
Como resumen y síntesis de la exhortación a la unidad, acojo la invitación que creo podría decir que resume la vida del cristiano, la vida del que quiera ser verdadero discípulo de Cristo, nuestro Maestro y Señor: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo.
Me detengo en reflexión y revisión personal. No hago un examen introspectivo, sino que pido a Pablo y al mismo Jesús que me acompañen e iluminen para responder al a pregunta que suscita y provoca esta exhortación del Apóstol en mí. Las circunstancias de la vida cotidiana, los sucesos, los encuentros, los éxitos y los fracasos, producen en mí movimientos casi innumerables de sentimientos. Pero, entre todos, ¿cuáles predominan en mí? ¿Mi sentir profundo es por lo menos un pálido calco del corazón, de los sentimientos del Señor o van por otros derroteros?
La recomendación del Apóstol es hermosa, pero la siento también exigente. ¿Cómo puedo yo, con toda mi volubilidad, llegar a tener con cierta estabilidad, los mismos sentimientos del Señor? Sé que en la proporción en que, por la fuerza del Espíritu, lo vaya consiguiendo, será también mayor mi gozo, la alegría profunda a la que Pablo invita insistentemente.
¡Ojalá quienes vean una discípula, un creyente, uno que se proclama seguidor del Señor Jesús, puedan descubrir que su estilo de vida, de relación, de entrega está guiado por los mismos sentimientos de Cristo! No es fácil, pero es posible, por la gracia del Espíritu de amor, que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5).
Esta magnanimidad de sentimientos, esta unidad a todos los niveles, personales y eclesiales, sería el más elocuente testimonio de que vivimos en la secuela del Señor y otros, muchos otros, podrían ser impulsados a seguir este mismo camino de gracia y salvación.
Prosigo, aunque sin olvidar todo esto que voy rumiando en mi mente, en el corazón, en las entrañas.
San Pablo no se contenta con pedir que tengamos los sentimientos del Señor Jesús, sino que pone delante, como en un espejo, el mismo ejemplo de Cristo. Y lo hace, recurriendo al himno cristológico, que ciertamente tomó de la liturgia de su tiempo, dándole algún ‘toque’ muy peculiar suyo.
Cristo Jesús, el Verbo encarnado, tomando nuestra naturaleza humana, quiso ser, aparecer en todo como hombre, casi dejando entre paréntesis (vaciándose de) las prerrogativas divinas, naturalmente sin renunciar a ellas, por su divinidad. Pero en su vida mortal, quiso rebajarse asumiendo semejanza humana no sólo, sino que, para contrarrestar la desobediencia de Adán, él, el segundo Adán, se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz.
Esta referencia tan explícita a la cruz es ciertamente una característica de los escritos paulinos, y uno de esos ‘toques personales’ que el Apóstol habrá dado al himno litúrgico de las comunidades cristianas. A la humillación, al rebajarse vaciándose de sus prerrogativas – que serán patentes sólo para unos pocos en la Transfiguración – le sigue la respuesta del Padre: la exaltación del Hijo, la resurrección, el Nombre que está sobre todo nombre.
El Padre corona la obediencia filial y radical del Hijo con la gloria más grande. Esta gloria se hará patente a toda la creación: en los cielos, en la tierra y en los abismos. Y tendrá como colofón, como fruto culminante: el reconocimiento de Jesús como Señor para gloria de Dios Padre. El Padre se hace avalador de la gloria y divinidad del Hijo.
Cristo Jesús será para siempre el Señor, el Kyrios, el Resucitado, el Hijo amado del Padre.
Después del himno cristológico, san Pablo, Pablo pide a los suyos que vivan sin murmuraciones ni discusiones, irreprochables y sencillos, como hijos de Dios llamados a brillar ante los hombres como estrellas, faros de luz, que mantienen alta la palabra de la vida.
Y entre estas recomendaciones, encontramos otra joya: él mismo quiere identificarse talmente con Cristo, con su entrega total por los hermanos, que está dispuesto por ellos a derramar su sangre. Está en la prisión y presiente incluso que puede estar cerca el momento de su martirio. Lo describe con rasgos litúrgicos: aunque mi sangre se derrame como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me alegro y congratulo con vosotros.
No hay expresiones de victimismo, ni queja ante el sufrimiento presente y el que se puede estar acercando; en su magnanimidad, el Apóstol sabe que con su derramamiento de la sangre, con la entrega de la vida, los Filipenses y toda la Iglesia de Dios recibirán fortaleza, vida. Por esto, se alegra y congratula. Y quiere que esos mismos sean los sentimientos que embargan el corazón de los destinatarios de su carta.
La misma actitud de Pablo es la que él ha visto en Epafrodito, el colaborador y compañero de armas, que le ha servido en la cárcel en nombre y sustitución de los Filipenses. Epafrodito también había arriesgado su vida para compensar la ausencia de éstos en servicio de Pablo prisionero.
Una vez más la magnanimidad de Pablo, así como su entereza ante la posible muerte cercana son una nueva y apremiante invitación a vivir centrada en Cristo Jesús, mirando a él en todo y viviendo la entrega total y radical, en obediencia al Padre y servicio a los hermanos y hermanas, con “los ojos del corazón” puestos en el Maestro Jesús, porque él dará eficacia de salvación a todo lo que por amor se entregue y viva.
Y Puesta en oración
La oración de respuesta a la Palabra no quiero que sea ante todo otra que la del himno, que la Iglesia nos ofrece en su Liturgia de las primeras Vísperas de cada domingo.
Al orarla de nuevo, le pido al Señor Jesús que me revista de sus mismos sentimientos, que me haga discípula cada día un poquito más configurada con él, para gloria de Dios Padre, en el Espíritu Santo:
6 El cual, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios.
7 sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo.
Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre,
8 se rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte
y una muerte de cruz.
9 Por eso lo exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
10 Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos,
11 y toda lengua confiese
que Cristo Jesús es el SENOR
para gloria de Dios Padre.
Concluyo con la referencia explícita al Padre Santiago Alberione, seguidor fiel de Pablo, y, por consiguiente del Divino Maestro.
Los signos de los tiempos
leíste como nadie.
Todo el afán de Pablo
vibró en tu corazón.
Tu parroquia fue el mundo;
tu púlpito, los medios
de comunicación.
Como Pablo miraste a lo alto
y alzaste tu vuelo.
Como Pablo en el diario trabajo,
buscaste el sustento.
Como Pablo tú abriste caminos
llegando a otros pueblos.
Como Pablo desprecio sufriste
por el Evangelio.
Como Pablo a su tiempo le hablaba,
le hablaste a tu tiempo.
Como Pablo, le diste a tu mundo
noticia del Reino.
Aquel fuego que a Pablo abrasaba
fue tu mismo fuego,
y el empeño y amor con que amaba fue tu amor y empeño.
Amén.
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