La justificación por la fe
Audiencia general de Benedicto XVI
26 de noviembre de 2008
Queridos hermanos y hermanas,
Siguiendo a san Pablo, hemos visto que el hombre no es capaz de hacerse "justo" con sus propias acciones, sino que puede realmente convertirse en "justo" ante Dios sólo porque Dios le confiere su "justicia" uniéndole a Cristo su Hijo. Y esta unión con Cristo, el hombre la obtiene mediante la fe. Esta fe, con todo, no es un pensamiento, una opinión o una idea. Esta fe es comunión con Cristo, que el Señor nos entrega y que por eso se convierte en vida, en conformidad con Él. O con otras palabras, la fe, si es verdadera, es real, se convierte en amor, en caridad, se expresa en la caridad. Una fe sin caridad, sin este fruto, no sería verdadera fe. Sería fe muerta.
Es importante que san Pablo, en la misma Carta a los Gálatas ponga, por una parte, el acento, de forma radical, en la gratuidad de la justificación no por nuestras fuerzas, pero que, al mismo tiempo, subraye también la relación entre la fe y la caridad, entre la fe y las obras: "En Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad" (Gal 5,6). En consecuencia, están, por una parte, las "obras de la carne " que son fornicación, impureza, libertinaje, idolatría..." (Gal 5,19-21): todas obras contrarias a la fe; por la otra, está la acción del Espíritu Santo, que alimenta la vida cristiana suscitando "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Gal 5,22): estos son los frutos del Espíritu que surgen de la fe.
Al inicio de esta lista de virtudes se cita al ágape, el amor, y en la conclusión del dominio de sí. El Espíritu, que es el Amor del Padre y del Hijo, infunde su primer don, el ágape, en nuestros corazones (cfr Rm 5,5); y el ágape, el amor, para expresarse en plenitud exige el dominio de sí. Volvamos a la Carta a los Gálatas. Aquí san Pablo dice que, llevando el peso unos de otros, los creyentes cumplen el mandamiento del amor (cfr Gal 6,2). Justificados por la fe en Cristo, estamos llamados a vivir en el amor a Cristo y al prójimo, porque es en este criterio que seremos juzgados al final de nuestra existencia.
El amor cristiano es tan exigente porque surge del amor total de Cristo por nosotros: este amor que nos reclama, nos acoge, nos abraza, nos sostiene, hasta atormentarnos, porque nos obliga a no vivir más para nosotros mismos, cerrados en nuestro egoísmo, sino para "Aquel que ha muerto y resucitado por nosotros" (cfr 2 Cor 5,15). El amor de Cristo nos hace ser en Él esa criatura nueva (cfr 2 Cor 5,17) que entra a formar parte de su Cuerpo místico que es la Iglesia.
Desde esta perspectiva, la centralidad de la justificación sin las obras, objeto primario de la predicación de Pablo, no entra en contradicción con la fe que opera en el amor; al contrario, exige que nuestra misma fe se exprese en una vida según el Espíritu. Por tanto, para Pablo y para Santiago, la fe operante en el amor atestigua el don gratuito de la justificación en Cristo.
A menudo tendemos a caer en los mismos malentendidos que han caracterizado a la comunidad de Corinto: aquellos cristianos pensaban que, habiendo sido justificados gratuitamente en Cristo por la fe, "todo les fuese lícito". Y pensaban, y a menudo parece que lo piensen los cristianos de hoy, que sea lícito crear divisiones en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, celebrar la Eucaristía sin ocuparse de los hermanos más necesitados, aspirar a los mejores carismas sin darse cuenta de que son miembros unos de otros, etc. Las consecuencias de una fe que no se encarna en el amor son desastrosas, porque se recurre al arbitrio y al subjetivismo más nocivo para nosotros y para los hermanos.
Siguiendo a san Pablo, debemos tomar conciencia renovada del hecho que, precisamente porque hemos sido justificados en Cristo, no nos pertenecemos más a nosotros mismos, sino que nos hemos convertido en templo del Espíritu y somos llamados, por ello, a glorificar a Dios en nuestro cuerpo con toda nuestra existencia (cfr 1 Cor 6,19) . Sería un desprecio del inestimable valor de la justificación si, habiendo sido comprados al caro precio de la sangre de Cristo, no lo glorificásemos con nuestro cuerpo. En realidad, éste es precisamente nuestro culto "razonable" y al mismo tiempo "espiritual", por el que Pablo nos exhorta a "ofrecer nuestro cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios" (Rm 12,1). ¿A qué se reduciría una liturgia que se dirigiera solo al Señor y que no se convirtiera, al mismo tiempo, en servicio a los hermanos, una fe que no se expresara en la caridad? Y el Apóstol pone a menudo a sus comunidades frente al juicio final. Este pensamiento debe iluminarnos en nuestra vida de cada día.
Si la ética que san Pablo propone a los creyentes se demuestra actual para nosotros, es porque, cada vez, vuelve siempre desde la relación personal y comunitaria con Cristo, para verificarse en la vida según el Espíritu. Esto es esencial: la ética cristiana no nace de un sistema de mandamientos, sino que es consecuencia de nuestra amistad con Cristo. Esta amistad si es verdadera, se encarna y se realiza en el amor al prójimo.
Dejémonos por tanto alcanzar por la reconciliación, que Dios nos ha dado en Cristo, por el amor "loco" de Dios por nosotros: nada ni nadie nos podrá separar nunca de su amor (cfr Rm 8,39). En esta certeza vivimos. Y esta certeza nos da la fuerza para vivir concretamente la fe que obra en el amor.
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