1. Vida consagrada y liturgia
Aunque no se pueda juzgar subjetivamente sobre la calidad de la vivencia de la liturgia en
la vida consagrada, sabemos que la
relación objetiva y teologal entre ambas realidades es profunda e
indiscutible. En efecto, la vida religiosa no quiere ser otra cosa en la
Iglesia que una vivencia coherente de la vida cristiana, y la liturgia, como
subrayan todos los documentos conciliares, es el centro de la vida de la
Iglesia y de todos sus hijos.
En la liturgia, la Iglesia hace
presente, a través de los signos y de las palabras, “per ritus et preces” (SC 48), el Misterio Pascual de la muerte y
resurrección de Jesucristo, misterio que es el núcleo y la culminación de toda
la historia de la salvación.
Y la vida consagrada, vida de
seguimiento radical de Jesús el Señor, virgen, pobre y obediente, tiene la
misión específica de visibilizar al mismo Cristo, “el Incomparable”,[1]“para
vivirlo y expresarlo con la adhesión «conformadora» de toda la existencia…, reproduciendo
en sí misma «aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al
mundo»”[2].
En la Exhortación Apostólica Vita Consecrata, el beato Juan Pablo II
afirma: “Verdaderamente la vida
consagrada es memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús, como
Verbo encarnado, ante el Padre y
ante los hermanos. Es tradición viviente de la vida y del mensaje del Salvador»[3].
1.1. La
vida religiosa realidad eminentemente eclesial
El Vaticano II ha destacado la
fuerte vinculación entre la Iglesia y la vida consagrada, introduciendo en la constitución
dogmática Lumen Gentium, el capítulo
sexto sobre la vida religiosa, que forma parte integral de la misma Iglesia,
porque en efecto, la vida consagrada se puede comprender sólo en la Iglesia, y
desde la Iglesia.
En la Bendición
solemne del Rito de la profesión perpetua de las religiosas, la liturgia pide
al “Padre de los hombres, creador del mundo:… Derrama sobre estas hijas tuyas, que por ti han dejado todas las cosas,
la abundancia del Espíritu Santo. Brille en ellas Padre, el rostro de Cristo
para que todos, al verlas, reconozcan que él está presente en la Iglesia” (RPR
104).
Particularmente significativa a
este respecto es también la petición epiclética de la Bendición solemne alternativa[6], en la
que la Iglesia invoca al Espíritu Paráclito para que “resplandezca en ella todo el esplendor de su Bautismo”. En esta
invocación, el Bautismo aparece no sólo como un ‘rito’ inicial en el que ‘se hace el cristiano’, sino que está
llamado a tener un protagonismo constante, un proyecto de realización plena, no
mortecina, en la misma existencia a lo largo de la vida. La Iglesia pide al
Padre que en las mujeres consagradas el Espíritu Paráclito resplandezca en todo su esplendor, y que así se muestre ante el
Pueblo de Dios con su rostro luminoso y atrayente.
La relación entre liturgia y
vida consagrada subraya, pues, ante todo, cómo es precisamente el Bautismo, el
origen y principio de toda consagración cristiana y, por consiguiente, también
de “la vida de especial consagración”, la vida religiosa.
Porque la vida de todo bautizado
y la vida consagrada tienen su origen en los sacramentos de la Iniciación
cristiana: el Bautismo y la Confirmación, cuya corona y culminación es la
Eucaristía. Y así se puede decir con razón que “el Bautismo y la Eucaristía
constituyen el fundamento ontológico de la eclesialidad de la vida religiosa”[7].
El religioso, la religiosa “se hace” en una acción litúrgica, en la Celebración eucarística; en ella la Iglesia presenta a Dios la
oblación del neoprofeso y lo asocia al sacrificio eucarístico (cf LG 45).
El ‘rito’ de la profesión del
religioso o de la religiosa, según las disposiciones de la reforma conciliar,
pone en evidencia también “per ritus et
preces”, una teología profundamente litúrgica y eclesial, en la que podemos
descubrir ulteriormente la relación entre liturgia y vida consagrada. Recordemos,
entre otros elementos, propios de la liturgia renovada por la reforma del
Vaticano II, la incorporación de la profesión dentro de la Celebración
eucarística, especialmente para la profesión de votos perpetuos, el
interrogatorio que relaciona explícitamente la profesión con el Bautismo, la
Bendición solemne sobre los neoprofesos y profesas de votos perpetuos[8], etc. Todos
estos elementos ofrecen pautas para una autorizada reflexión teológica sobre la
vida consagrada en la Iglesia, aunque naturalmente el Rito es una acción
litúrgica, no un tratado de teología. Sin embargo, una vez más se destaca cómo
la ‘lex orandi’ y la ‘lex credendi’ se armonizan.
Reflexionando sobre la relación
entre liturgia y vida consagrada, quedé gratamente sorprendida al leer en el
canon 607 &1 del Código de Derecho Canónico, una casi definición esencial
de la vida religiosa en términos “sacerdotales”, que expresan, de manera sintética
pero inequívoca una profunda y vital relación entre vida consagrada y liturgia:
“La vida religiosa, en cuanto
consagración de toda la persona, manifiesta en la Iglesia aquel admirable
desposorio, fundado por Dios, que es signo del mundo futuro. De este modo, el
religioso consuma la plena donación de sí mismo, como un sacrificio ofrecido a
Dios, por el cual toda su existencia se convierte en un culto a Dios en amor”.
La existencia de la persona
consagrada considerada “culto a Dios en
amor”. Bella definición de la vida religiosa.
El RPR nos recuerda también que
toda consagración es obra del Espíritu Santo. Cómo obró en la Virgen-Madre, cómo
actúa en el corazón de la plegaria eucarística, así, análogamente, el Espíritu desciende
sobre el religioso o la religiosa que se consagran a Dios, que se dejan
consagrar por Él: éstos profesan la propia voluntad de seguir a Jesucristo, en
obediencia a la llamada del Padre, dentro de un carisma, que es obra del
Espíritu Santo en la Iglesia. Y será este mismo Espíritu el que dará fecundidad
a la misión que el religioso realizará al servicio del Reino de Dios.
En
efecto, con la introducción de la oración solemne de bendición o consagración
del religioso o de la religiosa, una oración de exquisito sentido epiclético, - al igual que en las celebraciones
‘sacramentales’ de la bendición del agua en la Vigilia pascual, de los
sacramentos de la Confirmación y del Orden sagrado y de la consagración de vírgenes
– “el RPR ha enderezado la atención hacia la dimensión mistérica de la vida
religiosa, fundada sobre el don del Espíritu”[9].
1.2. Palabra
de Dios, Eucaristía y Vida consagrada
La
profesión religiosa es la expresión y el inicio de una vida que, imbuida
plenamente por la alianza bautismal, desea convertirse en eucaristía, no sólo celebrada, sino sobre todo
vivida; parábola de una vida bautismal que se va convirtiendo poco a poco en
vida eucarística, es decir, en
cuerpo, sangre, existencia totalmente entregadas: por Dios y por los hermanos,
en el cotidiano discurrir de la vida, en una ofrenda que se expresa y concreta
en la vivencia de los consejos evangélicos, de la vida fraterna en la
comunidad, al servicio del Reino, especialmente de los más pobres.
El fin
de la verdadera participación en la Celebración eucarística es compartir la
suprema entrega del Señor Jesús, comiendo su Cuerpo y su Sangre, para llegar a
una progresiva identificación y configuración con él, en su Misterio Pascual,
viviendo “como vivió él”, en actitud de entrega y amor a Dios y a los demás.
Un
aspecto que cabe destacar de manera especial en la vida de la Iglesia, como
fruto de la renovación conciliar, es ciertamente el estudio y el amor a la
Palabra de Dios. También entre los religiosos y religiosas ha crecido el interés
por la Palabra de Dios, por la lectio
divina, en particular. Y todo esto ha favorecido también la inteligente y
fructuosa participación en la liturgia de la Palabra de la Celebración Eucarística
y en la Liturgia de las Horas..
Porque
la Palabra de Dios en la liturgia es un acontecimiento salvador, hoy y aquí
para nosotros. No es sólo la ‘preparación’ al rito central de la Misa, sino que
ella misma es ‘celebración’, kairós, y
encuentro con Cristo Palabra.
A
través de su Palabra, Dios Padre, Jesucristo, siguen hablando, comunicando la
Buena noticia a su pueblo. A nosotros nos corresponde “escuchar” con la actitud
del discípulo tan subrayada en las Escrituras: “Shemâ, Israel”[10].
Recordamos
aquel texto tan significativo del profeta Jeremías: “Cuando yo saqué a vuestros padres de Egipto, no les hablé ni les mandé
nada tocante a holocausto y sacrificio. Lo que les mandé fue esto: «Escuchad mi
voz y yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo…»[11].
La
‘escucha’ que sustituye los holocaustos y sacrificios, es adoración en espíritu
y en verdad,[12]
escucha-obediencia que introduce en ese
proyecto de salvación que Dios ha ido manifestando a lo largo de las páginas
del Antiguo y el Nuevo Testamento.
La ‘lectura
continuada’ de la Escritura en la Celebración eucarística es factor que ayuda
en gran manera a tomar en serio la Palabra y a hacer de ella como un valioso «vademécum» de nuestro camino de fe. En
la Eucaristía esta lectura adquiere su mayor densidad: es la primera de las dos
mesas a las que Cristo nos invita: comer su Palabra antes de acudir a comulgar
con su Cuerpo y Sangre, es ya un misterio de comunión y de encuentro salvador,
que a todos los cristianos y especialmente a los religiosos les resulta
significativo y provechoso en su vida[13].
La
Eucaristía celebrada y vivida alimenta la fraternidad, es fuente y alimento
primordial de una comunidad que se va uniendo en el amor. El decreto conciliar Perfectae Caritatis establece: “Los que profesan los consejos evangélicos…
vivan la sagrada liturgia, principalmente el sacrosanto misterio de la
Eucaristía según la mente y el corazón de la Iglesia, y nutran su vida
espiritual con esta riquísima fuente. Nutridos así en la mesa de la Ley divina
y del altar sagrado, amen fraternalmente a los miembros de Cristo…, acrecienten
de día en día su vivir y sentir con la Iglesia, y entréguense totalmente a su
misión” [14].
A través de la escucha fiel de
la Palabra y comulgando el Cuerpo y Sangre del Señor, en efecto, se refuerza el
sentido de pertenencia eclesial y comunitario, y se va corrigiendo también la
tentación siempre al acecho del individualismo. Es lo que pide la segunda
epíclesis de la Plegaria eucarística: “…el
Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo” (PE II).
[4]
Documentos del Concilio Vaticano II, Lumen Gentium (LG), 44-46;
Perfectae Caritatis (PC) 1-2. 5-6; Ad Gentes (AG), 18. 40.
[7]
M. Augé, Reflexión teológica sobre la vida religiosa a la luz del Ritual de la
profesión, Phase 154 (1986) 322.
[10]
Dt, 6,4.
[11]
Jr 7, 23s.
[12]
Cf. Sal 40, 7-9; Hb 10, 5-9; Jn 4, 23-24.