San Isidro, labrador
A partir del jueves de la Cuarta semana de Pascua, los textos
evangélicos de la liturgia eucarística están tomados de los discursos de la
Cena recogidos por el evangelista Juan en los capítulos 13-17.
Las palabras que le escuchábamos a Jesús, la víspera de su
Pasión, palabras que la Iglesia nos invitaba sobre todo a meditar y contemplar
en la noche del Jueves santo, en la Hora santa comunitaria, o en los momentos dedicados
a la oración personal, esas mismas palabras las escuchamos en estas semanas de
Pascua, como de labios del Maestro Resucitado, que nos confirman en la fe, nos
alientan en el camino hacia Pentecostés, en la invocación y espera del Espíritu
santificador y vivificante.
Parece como si la Iglesia nos invitase a “ahondar” en Cristo,
en su Corazón, para sentir de manera nueva el amor del Padre, y convertirnos en
mensajeros de ese mismo amor entre los hermanos, haciendo realidad el “mandamiento
nuevo”: “… si Dios nos amó de esta
manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros”.
Hoy, en la memoria de san Isidro labrador, la liturgia nos
ofrece de nuevo el texto entrañable de la Vid y los sarmientos (Jn 15, 1-8), en
la parábola que se ha proclamado en la Eucaristía dominical del V domingo de
Pascua y el miércoles de la misma semana.
La liturgia de la Palabra y la eucología propias de san Isidro,
inspiradas ciertamente por la biografía del Santo patrono de los ‘agricultores
españoles’, nos hablan del ‘labrador que aguarda paciente el fruto valioso de
la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía’, de la tierra que ‘san
Isidro labrador cultivó regándola con el sudor de su frente’, y sobre todo de la ‘siembra prometedora de cosecha abundante de caridad', tan copiosa
en la vida del Santo campesino, que supo realmente ‘compartir cada día el pan con sus
hermanos los hombres’.
En este día, que vivo cada año con gratitud nueva, como hija
de campesinos, y recordando en particular también mi primera Comunión, en este
año que tantos agricultores viven con preocupación por el futuro suyo, de
sus hijos y nietos, quiero rezar con la fe de la Iglesia la oración colecta, especialmente significativa y alentadora:
Señor Dios nuestro,
que en la humildad y sencillez de san Isidro
labrador,
nos dejaste un ejemplo de vida escondida en
ti, con Cristo;
concédenos que el trabajo de cada día
humanice nuestro mundo
y sea al mismo tiempo plegaria de alabanza a
tu nombre.
«Tu nombre es Viña, ¡aleluya!
El Señor Jesús habla de sí mismo como de la “viña
verdadera”, y él es viña verdadera en la que todos los discípulos están
llamados a dar fruto como sarmientos fecundos que, para ser tales, tienen que
aceptar ser curados no sólo sino también podados y limpiados.
En la 1ª lectura, los Hechos
nos recuerdan uno de los momentos más delicados de toda la historia de la
Iglesia, cuando el problema de la circuncisión exige una toma de posición no
fácil y que requiere poner en primer plano la fecundidad de la viña, no ligada
ya al signo puesto en la carne sino a la circuncisión del corazón, tal como
habían ya anunciado repetidas veces los profetas de Israel. Intuir, comprender
y asumir que algunos signos – el de la circuncisión es ciertamente el más
fuerte todavía hoy en la tradición hebrea y no solo – ya no son adecuados e
incluso pueden ser, si no de impedimento, por lo menos aflojar en el camino de
la fe, no es ni fácil ni supuesta.
Lo mismo, para la vid y el sarmiento, cargar con la responsabilidad de la mutua pertenencia no es siempre evidente.
Lo mismo, para la vid y el sarmiento, cargar con la responsabilidad de la mutua pertenencia no es siempre evidente.
Para el sarmiento, permanecer insertado en la vid es cuestión
de vida y de muerte y el Señor Jesús, comparándonos con la vid, nos quiere
decir que él quiere no sólo darnos la vida, sino dárnosla en abundancia. Por
eso, se hace urgente, por nuestra parte personalmente y todos juntos, comprender
cuánto sea «necesario» (Hch 15,5) no «cortar», sino «morar», de forma que se
reciba la savia vital para poder, a nuestra vez, dar la vida a través de los
frutos de una vita que se entrega.
La invitación es apremiante, precisamente porque es una
cuestión de vida o de muerte: «Permaneced en mí y yo en vosotros» (15,4). En
este verbo hay una noción de fidelidad y de fecundidad, y es precisamente en
este «permanecer» que la circuncisión, signo para los padres de la alianza con
Dios en la carne, se hace signo mucho más eficaz de la alianza de Dios con todo
el que acepte dejarlo entrar y actuar en la propia vida, hasta cuando «corta» y
sobre todo cuando «poda» (15,2).
Permanecer es una opción, y es una opción exigente y
purificante, porque nos libera de la ilusión y de la sugestión de una autonomía
y nos recoloca en un dinamismo y en un camino de profunda y verdadera comunión:
en realidad ya no está solo la vid, ya no están solo los sarmientos, está
también la viña que juntos estamos llamados a formar.
La mirada a una viña en pleno otoño no puede no ser entusiasmante,
pero puedo así y todo arriesgar ser estetizante: lo que se contempla tan maravilloso
evoca el trabajo de la vendimia y el largo tiempo de transformación de los
racimos en buen vino.
Cada vez que nos acercamos a la Eucaristía, la savia divina
corre en nuestra vida y la hace siempre más vinculada a la vida misma de
Cristo, sin la cual somos como sarmientos muertos o resecos que hacen incluso
muy poca llama, y por esto no sirven ni siquiera para calentar.
Un padre de la iglesia exulta ante los nuevos bautizados y
exclama: «Cristo, que es la viña divina, ha germinado desde el sepulcro y ha
producido el fruto de nuevos bautizados, como tantos racimos de uva en su iglesia»
(Asterio el Sofista, homilías 14,1).
Permanezcamos vinculados íntimamente a Cristo,
permanezcamos serenamente en comunión los unos con los otros, y así el vino no faltará
para nadie… ¡nunca!
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