domingo, 18 de enero de 2009

Del Bautismo de Jesús al Tiempo Ordinario


Acabamos de celebrar el ciclo litúrgico de la “Manifestación del Señor”, y ya hemos pasado al Tiempo Ordinario.
Habíamos dejado a Jesús en el Jordán, recibiendo el Bautismo de Juan, recibiendo al Espíritu y escuchando la palabra del Padre: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto” y ya contemplamos a Jesús Maestro que va formando la pequeña comunidad de discípulos, curando a los enfermos, anunciando la cercanía del Reino de Dios, que requiere por nuestra parte “conversión” y “fe” en la Buena Noticia.

En este segundo domingo, la eucología menor, (colecta-oración sobre las ofrendas-oración después de la comunión) nos introducen con hondura en la “cotidianidad” de la celebración del Misterio de Cristo.
Dios todopoderoso,
que gobiernas a un tiempo cielo y tierra,
escucha paternalmente la oración de tu pueblo,
y haz que los días de nuestra vida se fundamente en tu paz.


El Padre aparece en la invocación como lo que es en realidad: “el Señor de la historia”, él, por medio del Verbo, ha creado cielo y tierra y no los ha dejado abandonados a su libre albedrío; los sigue acompañando, asistiendo, “gobernando”. Es el “Señor de la historia”, un título que recuerdo con frecuencia y que me anima a confianza filial, a pesar de que los telediarios y los periódicos nos anuncien cada día más tragedias, que siento profundamente, por las que rezo y ofrezco... Todas estas noticias y las que no se dan, producen tristeza, preocupación, casi angustia, y ciertamente ganas de hacer lo que de mí dependa o pueda, con oración y entrega, para que la humanidad tenga y viva en más paz, concordia, progreso.

Pero la fe nos dice también – y con firmeza – que el hilo rojo de la historia no lo llevan los gobernantes de Países grandes o chicos; sí, a ellos les corresponde la responsabilidad seria de promover, buscar caminos de paz, de solidaridad, de bienestar para todos. Pero, el verdadero “Señor” que rige los destinos de los pueblos es nuestro Dios y Padre.

Él escucha nuestra oración, no tapa sus oídos ante nuestras súplicas por los que sufren guerras, enfermedades, conflictos de diverso tipo. Nos escucha “paternalmente”, con corazón de Padre. Nuestra suerte “está en su mano”, aunque Dios sí quiere la colaboración de todos, para realizar en este mundo nuestro su proyecto de paz y salvación.

Por eso, con corazón de hijos, hijas de este Padre amorosísimo, le pedimos que nos conceda el gran don de su paz: que nuestra vida, la vida de todos los hombres y mujeres de la tierra se establezca en su PAZ. Una paz que no es sólo ausencia de guerras, sino el cúmulo de todo bien, de su “gracia y paz”, los dones que san Pablo pide en todas sus cartas para sus comunidades cristianas.

Concédenos, Señor,
participar dignamente de estos santos misterios,
pues cada vez que celebramos este memorial del sacrificio de Cristo
se realiza la obra de nuestra redención.


Nos encontramos ante una de las oraciones doctrinalmente más ricas del Misal Romano. La misma que encontramos en la misa vespertina in Coena Domini y en la misa votiva de la Santísima eucaristía.
Y su verdadero origen se remonta nada menos que al primer ‘misal de altar’, el Sacramentario Veronense.

Sólo le pedimos al Padre que nos conceda participar dignamente de estos santos misterios. “Celebrar dignamente”: una llamada al “ars celebrandi”, que naturalmente no se limita al presbítero u obispo que preside la celebración, sino a todos los que participamos. La Instrucción Eucharisticum Mysterium pedía a los sacerdotes que presiden la Eucaristía “que se comporten de tal manera que trasciendan el sentido de lo sagrado” (n. 20). Esta misma petición la repite hoy con insistencia el Papa Benedicto XVI. Que la celebración sea de veras “mistagogía” del Misterio celebrado.

Llega luego la afirmación que expresa en pocas palabras toda la doctrina del Misterio eucarístico: ante todo, la Misa es presentada en su verdadera naturaleza de memorial del sacrificio de Cristo, y toda la carga de la palabra “memorial” dice con el mayor realismo posible: este “memorial” realiza la obra de nuestra redención. La memoria no puede no recordar la insistencia de Odo Casel al hablar del “Misterio del culto” como de la “mismísima obra de la redención humana”.

Derrama, Señor, sobre nosotros tu espíritu de caridad
para que, alimentándonos con el mismo pan del cielo,
permanezcamos unidos en el mismo amor.


Esta oración para después de la comunión es frecuente en diversas celebraciones. Expresa de forma sintética lo que constituye el “primer fruto de la Eucaristía”: la unidad en el amor, en la caridad. El Espíritu Santo, que ha sido invocado en las dos epíclesis de la celebración eucarística y que es el “hace la Eucaristía”, es también el que derrama el amor de Dios en nuestros corazones (Rm 5,5).
Y este don que recibimos en la Eucaris´tia hemos de vivirlo, traducirlo en opciones concretas de vivencia en nuestra vida cotidiana: que permanezcamos unidos en el amor.

¡Cómo viene a propósito para alimentar nuestra oración en este recién iniciado Octavario de oración por la unidad de los cristianos!: que permanezcamos unidos en el amor; que amor nos haga ser realmente “uno”, “para que el mundo crea: un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre, un solo Señor y Pastor de su Iglesia: Cristo Jesús, animado por el Espíritu.

Esta oración animará nuestra oración-intercesión-súplica de esta semana, hasta al fiesta de la Conversión de san Pablo. El Apóstol, en su año paulino, él que podemos llamar el “apóstol del y de la fraternidad”, porque sus cartas son una constante invitación a vivir unidos, en caridad, buscando los unos los intereses de los demás, nos conceda, conceda a la Iglesia que lo invoca el don de volver a unir los miembros rotos del Cuerpo de Cristo, para que la Iglesia sea cómo Jesús, su Cabeza y Pastor la ha soñado al dar por ella su Sangre preciosa.
Concluyo con el prefacio de la Misa por la unidad de los cristianos. Se trata de la eucología mayor, que expresa de manera elocuente lo que vivimos en esta semana de una manera muy especial:

En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación
darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo,
Dios todopoderoso y eterno,
por Cristo, Señor nuestro.

Por él nos has conducido
al conocimiento de la verdad,
para hacernos miembros de su Cuerpo
mediante el vínculo de una misma fe
y un mismo Bautismo;
por él has derramado sobre todas las gentes
tu Espíritu Santo,
admirable constructor de la unidad
por la abundancia de sus dones,
que habita en tus hijos de adopción,
santifica a toda la Iglesia
y la dirige con sabiduría.

Por eso, unidos a los coros angélicos,
Te alabamos con alegría diciendo:

Santo, Santo, Santo...


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