Id y haced discípulos
«Id y haced discípulos de todos los pueblos...
Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo»
(Mt 28, 18. 20)
Leyendo el comentario que hace Pagola al Evangelio de este domingo en que la Iglesia celebra la solemnidad de la Ascensión del Señor Jesús, es decir, de su glorificación a la derecha del Padre en cuanto hombre, me impactaron de manera especial estas palabras: «Entre los discípulos hay “creyentes” y hay quienes “vacilan”. “Se postran”, quieren creer, pero en algunos se despierta la duda y la indecisión... Mateo conoce la fe frágil de las comunidades cristianas... Jesús “se acerca” y entra en contacto con ellos. El Recitado ha recibido del Padre la autoridad del Hijo de Dios con “pleno poder en el cielo y en la tierra”.Si se apoyan en él, no vacilarán. Jesús les indica con toda precisión cuál ha de ser su misión. No es propiamente “enseñar doctrina”. No es sólo “anunciar al Resucitado”. Sin duda, los discípulos de Jesús habrán de cuidar diversos aspectos: “dar testimonio del Resucitado”, “proclamar el Evangelio”, “implantar comunidades”... pero todo estará finalmente orientado a un objetivo: “hacer discípulos” de Jesús».
El mandato del Maestro Divino, antes de recibir del Padre la glorificación definitiva, en cuanto Hombre-Dios, me impresione e interpela: mi misión de “discípula” es la de “hacer discípulos de Jesús”.
No basta con que yo intente ser cada día más auténtica “discípula” del Divino Maestro, es necesario que ore, interceda, trabaje con todas las fuerzas que el Señor me da, para que “movida por el Espíritu” pueda dar vida, engendrar nuevos discípulos y discípulas de Jesús.
¿Cómo es posible para mí esto?
Casi me atrevo a decir que mi pregunta se parece a la de la Virgen María en la Anunciación, y la respuesta del Señor también va quizás y ciertamente en la misma línea: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Sólo siento que me toca, como a los Apóstoles, como a María la Madre de Jesús y a sus hermanos, aguardar que se cumpla la Promesa del Padre: «dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo» (segunda lectura).
«Pentecostés fue el primer bautismo del Espíritu. Así lo anunció Jesús: «seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hch 1, 5).
Él mismo había sido presentado por el Padre al mundo como “aquel que bautizará con Espíritu Santo” (Jn 1, 33). Toda su obra mesiánica consiste en derramar el Espíritu sobre la tierra... El bautismo del Espíritu, es una de las maneras con las que Jesús resucitado continúa su obra esencial, que consiste en bautizar a la humanidad en el Espíritu» (R. Cantalamessa).
Naturalmente, no se trata de recibir de nuevo los sacramentos de la Iniciación cristiana, sino de dejar que el Espíritu Santo renueve en nosotros, en mí, toda su gracia y eficacia, para que de veras, “movida por el Espíritu”, pueda ser verdadera “discípula” de Jesús y obtener, en nombre de Jesús y, movida por la fuerza del Espíritu, que sean muchos y muchas las discípulas y discípulos auténticos de Jesús, que le siguen, y hacen de Él el centro de la propia vida, para gloria del Padre y bien de los hermanos.
No me resisto a transcribir unas palabras de san Ambrosio, citadas por el mismo p. Raniero C.
«Buena cosa es embriagarse con el cáliz de la salvación. Pero hay otra embriaguez que procede de la sobreabundancia de las Escrituras y hay también una tercera embriaguez que se produce mediante la penetrante lluvia del Espíritu Santo. Ella fue la que hizo que, según los Hechos de los Apóstoles, quienes hablaban en lenguas extrañas fueran considerados como borrachos por los oyentes».
No se me pide que con mis solas fuerzas alcance el fin, el objetivo prefijado.
La eucología de la liturgia eucarística de hoy me anima a vivir este día, esta semana casi de novena – que comenzó le jueves, día en que, en algunas partes, se sigue celebrando la Ascensión del Señor Jesús al cielo – con alegría, confianza.
La oración colecta pide a Dios Padre nada menos que podamos “exultar de gozo y dar gracias en esta liturgia de alabanza”.
Es una oración que rezuma toda ella el pensamiento de los Padres, de los sermones de San León Magno; la doctrina del Cuerpo místico de Jesucristo: Cristo-Iglesia, tan inseparables que, “donde nos precedió Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su Cuerpo”.
Cito aquí un texto que viene muy a propósito, en el que C. Urtasun resume el pensamiento de los Santos Padres León M., Agustín, Gregorio de Nisa en particular: «Porque hemos subido con Cristo al cielo (cf. segunda lectura) , nos alegramos y nos llenamos de gozo. En él y desde él, respiramos aires de eternidad, que tonifican espléndida y providencialmente nuestro, espiritual y corporal, que continúa su peregrinación, a veces encrespada, sobre la tierra, con los pies muy bien asentados sobre el bajo suelo, conscientes de la misión que tienen de insuflar en el mundo contaminado y tantas veces desolado, bocanadas de aire fresco y puro, cargado de eternidad, que permitan y hagan deseable vivir una vida digna de los hijos de Dios y de los hijos de los hombres».
Y de la eucología, cito ya sólo la oración después de la comunión, que resume de manera admirable – como lo sabe hacer la Iglesia en su Liturgia, el sentido teologal de la solemnidad que hoy celebramos:
«Dios todopoderoso y eterno
que, mientras vivimos aún en la tierra
nos das parte en los bienes del cielo,
haz que deseemos vivamente
estar con Cristo, en quien
nuestra naturaleza humana
ha sido tan admirablemente enaltecida
que participa de tu misma gloria.
C. Urtasum comenta: «Me vienen ganas de decir que esta oración conclusiva es la perla de las oraciones de la celebración de hoy».
Con el gozo y la alegría que durante el tiempo pascual la Liturgia, especialmente en los prefacios, proclama “desbordante”, celebramos este día solemne, esta etapa tan importante de la Pascua de Cristo Jesús, que “se sienta a la derecha del Padre”, “no para desentenderse de este mundo,
sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra, para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino” (prefacio de la Ascensión).
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