Aunque
se trata de un pueblo rebelde y de dura cerviz, Moisés no se separa de su pueblo, para fundar él otro pueblo que se
le pudiera antojar mejor. Es más, se dirige a Yahvé, el Dios fiel, con una
fuerza sorprendente, con palabras ‘incendiadas’: “¿Por qué se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste
de Egipto, con gran poder y mano robusta? … Aleja el incendio de tu ira,
arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Acuérdate de tus siervos, Abrahán,
Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: «Multiplicaré vuestra
descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado
se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre»”.
Con
otras palabras, Moisés se atreve a decir con audacia a Dios que sería poco glorioso
para Dios mismo si la comunidad pereciera: se cortaría la continuidad de la promesa divina y de la obra
de salvación prometida.
Y
el autor sagrado nos cuenta que la mediación humilde y valiente del caudillo de
Israel alcanza que “el Señor se arrepienta
de la amenaza”, y vuelva a llamar otra vez pueblo suyo a la comunidad
rebelde (cf. Éx 32, 7-14).
Comprendemos
que estas actitudes de amenaza y arrepentimiento no se pueden dar objetivamente
en el Señor; pero en nuestro lenguaje humano analógico, podemos comprender las varias situaciones de la
historia de la salvación, al tiempo que este modo de expresar actitudes en Dios
subraya también el valor de la
intercesión humana, porque así Dios lo quiere. Dios “no se arrepiente”,
pero nuestro Dios sí “es compasivo y
misericordioso”.
Y
así, aunque los israelitas no habían escuchado la voz de Yahvé, éste sí escuchó
compasivo la voz, la petición intercesora y solidaria de Moisés. En estos
momentos, Moisés aparece realmente como “misionero
de la Misericordia de Dios”.
Decía
muy bien el salmo responsorial del mismo día, como respuesta orante a la
primera lectura del Éxodo:
“… Dios hablaba ya de
aniquilarlos;
pero Moisés, su elegido,se puso en la brecha frente a él,
para apartar su cólera del exterminio”
(sal 105,23)
En Éxodo 32,30ss. el caudillo de Israel
comprende hasta tal punto su misión de intercesor, que la sigue cumpliendo,
incluso cuando el pueblo ha sido infiel… Se siente inflamado por el amor y el
celo por Yahvé, y al mismo tiempo se siente en máximo grado solidario con la
suerte de su pueblo, hasta el punto de negarse a separar la propia suerte de la
del pueblo que le ha sido confiado. Y en esta radical actitud, llega a pedir al
Señor “que le borre del libro”, si no perdona al pueblo.
El
pueblo ha pecado y Moisés da la cara por
el pueblo ante Dios. Pero
lo más importante de esta lectura de hoy no se queda ahí, no se queda en definir
al pueblo como de “dura cerviz”. Dios, que aparece con un sentimiento tan
humano como “la ira”, como aquel que amenaza con destruir al pueblo pecador,
ese mismo Dios es capaz de compasión, un Dios que “se arrepiente” de amenaza.
Es ésta una imagen para significar que Dios no pacta con el mal, pero que su
misericordia está por encima del pecado.
Semejante a Moisés, encontramos al gran patriarca Abrahán, padre de los creyentes. El diálogo del padre de los
creyentes con Dios, como aparece en el capítulo 18, 16-33 del Génesis, se
presenta también revestido de una carga de humanidad y dramatismo singulares.
L. Alonso Schökel compara esta página
con la del evangelio de Lucas sobre el “amigo importuno (cf (Lc 11, 5-13).
Recuerda también como “Abrahán no cuestionó a Dios cuando recibió la orden de
partir de su tierra, ni cuando le pidió que le sacrificase el hijo (Gn 22, 1).
Aquí en cambio, “se preocupa inmediatamente por la suerte de su sobrino, con
espíritu fraterno. Y mediatamente también por la ciudad (lo contrario que Jonás)”.
Otras páginas del Libro sagrado ofrecen
contenido semejante, como por ej. Nm 11, 10ss; 14, 10-19; Ez 22,30. Subrayo esta última del profeta Ezequiel, por su parecido con
las palabras del Éxodo 32, 7-14 o 32,20ss. En la profecía de Ezequiel, dice
Dios:
«He buscado entre ellos un hombre que
reparase y se mantuviera en la brecha
frente a mí en defensa del país para
que yo no lo devastase…»-
«Mantenerse “en la brecha” frente a
Dios» es lo que hizo Moisés (sal 105) y
es una expresión analógica, pero hermosa y significativa, que expresa con
palabras humanas el ministerio del intercesor cristiano.
Sabemos que sólo Jesús, figurado en el cuarto cántico del Siervo de Yahvé (cf
Is 53), es el único y potente intercesor ante el Padre por sus hermanos. Sólo Cristo, cabeza del Cuerpo que con
Él formamos por el Bautismo, el Hombre-Dios
plenamente solidario con todos los
hombres y mujeres, conforme al mensaje de la carta a los Hebreos, resucitado y
vivo por los siglos, ejerce su función de sumo sacerdote ante el trono del
Padre, mostrándole las consecuencias de su obediencia filial “¡hasta la muerte
y muerte de cruz!”: las cicatrices gloriosas de su pasión como infalible intercesión en favor de sus hermanos (cf. entre otros, Hb 7,
25).
En
su Mensaje de Cuaresma de este año
2016, escribe el Papa Francisco:
«Dios, en efecto, se muestra siempre rico en misericordia, dispuesto a derramar
sobre su pueblo, en cada circunstancia, una ternura y una compasión visceral,
especialmente en los momentos más dramáticos, cuando la infidelidad rompe el
vínculo del Pacto».
Es
de nuevo muy apropiada la imagen expresiva de san Bernardo, cuando habla de la
Encarnación del Hijo de Dios: “… Es como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su misericordia; un
saco que habría de desfondarse en la pasión, para que se derramara nuestro
precio, oculto en él; un saco pequeño, pero lleno…”
Llevando el discurso al terreno
personal, yo también, nosotros todos nos podemos retratar en ese pueblo de
Israel de dura cerviz, ese pueblo que se equivoca, que tropieza, y que muchas
veces busca a Dios en el lugar equivocado, o que simplemente no le busca. Pero
también nos podemos retratar en ese pueblo a quien Dios lo llenó de gracia y de
amor, a pesar de sus equívocos y pecados. También nosotros podemos ser casi al
mismo tiempo espejos de misericordia y monumentos de miseria. Quienes
nos conozcan podrán también ver reflejado en nosotros cuánto nos ha amado Dios
y cuán poco le hemos amado nosotros.
En
toda verdad podemos decir y confesar: ¡Gracias,
Señor, porque nuestras miserias no son
impedimento para tu amor!