En el Tiempo Pascual celebramos
la Pascua del Señor, recordando todo su Misterio pascual, que es misterio de
muerte, resurrección, glorificación a la derecha del Padre y envío del Espíritu
Santo.
Es cumbre y fundamento de todo el año litúrgico, a pesar de que quizás
en la pastoral no siempre aparezca así. Es posible que llame más la atención el
tiempo de Cuaresma que la Cincuentena pascual… Las primeras Comuniones,
Confirmaciones, la pastoral de enfermos, las comunicaciones sociales, la Acción
Católica, etc., con matices y enfoques diferentes captan mucho la atención. Y
es comprensible. Sin embargo, en realidad, la
liturgia del Tiempo pascual nos ofrece la posibilidad de descubrir y
contemplar, a niveles diferentes y desde distintos puntos de vista, la
inagotable riqueza y las innumerables implicaciones del Misterio central de la
fe cristiana, con el fin de integrarlo progresivamente y de manera cada vez más
plena en la vida cotidiana.
Una de las oraciones con las que oramos repetidas veces en este tiempo
pascual dice:
«Concédenos,
Señor,
que la celebración de estos misterios pascuales
nos llene siempre de alegría,
y que la
actualización repetida de nuestra redención
sea para nosotros fuente de gozo incesante».
Con palabras sencillas se afirma el gran Misterio de
la actualización sacramental de la obra de la redención humana, que ha
acontecido por medio del misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor
Jesucristo. La “actualización repetida
de nuestra redención” es fuente de alegría, “fuente de gozo incesante”, de
“alegría desbordante” para toda la
Iglesia, para cada uno de los que participamos en la celebración litúrgica. Alegría
y júbilo pascual que sostiene la esperanza de la vida cotidiana, porque se
apoya en Cristo Jesús, vencedor de la muerte y del pecado.
Cristo, el Señor Resucitado, que
es también nuestro “Resucitador”, causa y garante de nuestra firme esperanza,
de “la alegría de sabernos salvados”, como rezamos en la colecta del martes de
la IV semana.
Me está sorprendiendo muy gratamente
este año en la eucología de la Cincuentena pascual, la referencia casi
constante a una “vida en plenitud”,
como fruto de la resurrección del Señor.
Cito sólo tres oraciones:
Dios
todopoderoso y eterno,
concédenos vivir siempre en plenitud
el misterio pascual,
para
que, renacidos en el Bautismo,
demos
fruto abundante de vida cristiana
y
alcancemos, finalmente, las alegrías eternas.
(oración colecta del sábado de
la cuarta semana).
Y la oración del viernes de la quinta semana:
Daños,
Señor, una plena vivencia del misterio
pascual,
para
que la alegría que experimentamos en estas fiestas
sea
siempre nuestra fortaleza y nuestra salvación.
La oración colecta del sábado
de la sexta semana de Pascua:
Mueve,
Señor, nuestros corazones
para
que fructifiquemos en buenas obras y,
al
tender siempre hacia lo mejor,
concédenos
vivir plenamente el misterio pascual.
Será
el Espíritu Santo el que nos colme de esta alegría, de la “vida en plenitud”, Él, que es fuente
inagotable de esa alegría y de esa vida. Por eso, toda la eucología de la séptima semana de Pascua, que prepara
inmediatamente a Pentecostés, cumplimiento y plenitud del Misterio pascual,
invoca intensamente la venida, la efusión de ese mismo Espíritu.
El
prefacio
para después de la Ascensión, “en la espera de la venida del Espíritu Santo”,
así se expresa:
“En verdad es justo y necesario
que todas las criaturas se unan en tu
alabanza,
Dios todopoderoso y eterno,
por Jesucristo, tu Hijo,
Señor del universo.
El cual,
habiendo entrado una vez para siempre
en el santuario del cielo,
ahora intercede por nosotros,
como mediador que asegura
la
perenne efusión del Espíritu.
Pastor y obispo de nuestras almas,
nos invita a la plegaria unánime,
a ejemplo de María y los Apóstoles,
en la
espera de un nuevo Pentecostés…
En
comunión con toda la Iglesia, invocamos confiados esta venida del Espíritu, que
derrame copiosamente sobre toda la humanidad “el amor de Dios”, en un “nuevo
Pentecostés”.
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
Don, en tus dones espléndido;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si Tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
Amén. ¡Aleluya!