domingo, 17 de febrero de 2008

Éste es mi Hijo, el amado, escuchadlo

Señor, Padre Santo, tú que nos has mandado escuchar
a tu Hijo, el predilecto,
alimenta nuestro espíritu con tu palabra;
así, con mirada limpia,
contemplaremos gozosos la gloria de tu rostro.
Por nuestro Señor Jesucristo...

“El genial principio del P. Vagaggini que dice que las oraciones del Misal son la Palabra de Dios en clave de plegaria, tiene, en este domingo, una brillantísima confirmación. Las tres oraciones reverberan la luz de aquella inmensa claridad del Tabor. Pero, de manera sobresaliente, la colecta” (C. Urtasun).
Esta oración colecta es ante todo una de las oraciones que subraya ya en la invocación inicial la dinámica de toda auténtica oración litúrgica, según lo dispuesto ya en los primeros siglos en el concilio de Cartago (año 380).
La invocación se dirige al Padre
por medio de Jesucristo,
en la presencia y unidad del Espíritu Santo.


Antes de expresar nuestra petición al Padre, recordamos las palabras que “desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, mi predilecto, escuchadlo».
En el texto evangélico se habla sólo “de la voz”, pero ya el versículo antes del evangelio interpreta claramente quién pronuncia aquellas palabras divinas: “En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre: «Éste es mi Hijo, el amado, escuchadlo».
Al Padre Dios, la Iglesia reunida para celebrar el día del Señor, para escuchar su Palabra, para conmemorar el Memorial actualizado de la muerte y resurrección de Jesucristo, le pedimos ante todo el alimento y purificación de su Palabra.
Recordamos la afirmación de Jesús en la última cena con los suyos, cuando les dice: “Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado”.

La palabra de Dios no sólo alimenta nuestra inteligencia, nuestro espíritu, sino que limpia también nuestra mirada, nos purifica, para que “podamos contemplar la gloria de su rostro”.
El “rostro” de Dios, el “rostro” de Jesús. Es la palabra que podíamos decir hace girar en torno a sí la liturgia de este día: la encontramos tres veces en la antífona de entrada de la Misa, en la oración colecta y en el momento culminante de la liturgia de la Palabra. El evangelio, en el que Mateo
describe: “su rostro brillaba como el sol”.

La meditación orante sobre la eucología de este domingo me lleva espontáneamente a la Carta programática del tercer milenio “Novo Milenio Ineunte” firmada y promulgada por el siervo de Dios Juan Pablo II el 6 de enero de 2001. ¡Cuánta insistencia sobre el “Rostro” amado de Cristo crucificado y resucitado!
Y ¡cuánta invitación a saber no sólo contemplar el rostro de Jesús, sino a contemplar su “Rostro” en los muchos “rostros” de la humanidad, especialmente en los que sufren, en los pobres y necesitados!
¿Sería la nostalgia, el deseo de contemplar cara a cara el rostro de la Trinidad santa, el rostro humano-divino de Cristo, de María, el rostro de tantos hermanos y hermanas que habían pasado ya a la Casa del Padre lo que guiaba la pluma del Papa a escribir con acentos casi místicos aquellas expresiones que hoy tenemos como programa de vida?

La liturgia de este día daría para mucho más; pero prefiero quedarme con esta invitación para toda la semana:
- contemplar el rostro de Cristo, en la Eucaristía, en la lectio divina
- contemplarlo con amor servicial sereno en los hermanos y hermanas que encontraré en mi camino de estos siete días
- y, al contemplar, “escuchar” al Hijo amado del Padre.

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