domingo, 28 de junio de 2015

“Predicamos a Cristo hasta los confines de la tierra”

            “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” Para esto me ha enviado el mismo Cristo. Y soy apóstol y testigo. Cuanto más lejana está la meta, cuando más difícil es el mandato, con tanta mayor vehemencia me apremia el amor. Debo predicar su nombre: Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en él. Él es también el Maestro y redentor de los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros.

Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él ciertamente vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad.

Yo nunca me cansaría de hablar de él; es la luz, la verdad, más aún, el camino, la verdad y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Él, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por nosotros habló, obró milagros, instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados, en el que los pecadores pueden alcanzar el perdón, en el que todos son hermanos.

Éste es Jesucristo, de quien ya habéis oído hablar, al cual muchos de vosotros ya pertenecéis, por vuestra condición de cristianos. A vosotros, pues, cristianos, os repito su nombre, a todos os lo anuncio: Cristo Jesús es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y de nuestro destino; él es el mediador, a manera de puente, entre la tierra y el cielo; él es el Hijo del hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito, y el Hijo de María, bendita entre todas las mujeres, su madre según la carne; nuestra madre por la comunión con el Espíritu del cuerpo místico.
¡Jesucristo! Recordadlo: él es el objeto perenne de nuestra predicación, nuestro anhelo es que su nombre suene hasta los confines de la tierra  y por los siglos de los siglos».
(De las homilías del papa Pablo VI; homilía pronunciada en Manila el 29 de noviembre de 1970)

Esta preciosa homilía del beato Pablo VI, que hoy, Domingo XIII del Tiempo Ordinario, nos ofrece la 2ª lectura del Oficio de lectura, me recuerda el himno al que puso música nuestra hermana Discípula del Divino Maestro, Cecilia Stiz, actualmente destinada a Jerusalén. Lo cito con gusto:

Mosaico Iglesia Jesús Maestro (Roma), pddm
«Oh Cristo eres tú, tú la verdad, tú el amor, tú la esperanza.

Oh Cristo eres tú, tú secreto de la historia, puente entre cielo y tierra, tú el mediador.

Oh Cristo eres tú, tú fuente de la vida, gozo de la humanidad, tú la salvación.

Oh Cristo eres tú, tú principio y fin, tú el alfa y la omega, tú el rey del mundo nuevo».



Supongo que, en sus largos tiempos de adoración eucarística, en la pequeña comunidad pddm en la “Vía dolorosa” de Jerusalén, con frecuencia lo cantará, con la fe y el entusiasmo que la caracterizan.

En nuestras comunidades de Italia, España y el mundo, es un himno que cantamos con gusto, profesando y renovando de esta forma nuestra fe en Cristo Jesús.

Ojalá también cada cristiano, cada uno de nosotros pudiese sentir y vivir lo que afirmaba el Papa Montini en Manila: «Yo nunca me cansaría de hablar de él; es la luz, la verdad, más aún, el camino, la verdad y la vida».

«Hablar de él»: con las palabras, con los escritos, con todos los medios de comunicación y ante todo con el testimonio de la vida.

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Esta habrá sido la actitud de la hemorroísa, la mujer tímida, pero llena de valor y fe confiada, que se acerca por detrás a Jesús y toca su manto. Y por su fe, es curada; mereció las palabras del Maestro: «Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud».

No hace mucho tiempo que descubrí, o que me fijé con especial atención, en el Fresco de la catacumba de los Santos Pedro y Marcelino, de principios del siglo IV, en la escena que representa a la mujer hemorroísa en la página del Catecismo de la Iglesia Católica, que introduce la segunda parte sobre “La celebración del misterio cristiano”.


La didascalía del Fresco explica:
«Esta mujer, que sufrió durante largos años, se curó al tocar el manto de Jesús gracias “a la fuerza que había salido de él” (Mc 5, 30). Los sacramentos de la Iglesia continúan ahora la obra de salvación que Cristo realizó durante su vida terrena.
Los sacramentos son como «fuerzas que salen» del Cuerpo de Cristo para curarnos del pecado y para darnos la vida nueva de Cristo.
Esta figura simboliza, pues, el poder divino y salvífico del Hijo de Dios que salva al hombre entero, alma y cuerpo, a través de la vida sacramental».


Realmente también nosotros, por medio de la fe, tocamos y somos tocados y sanados por Cristo Jesús en la celebración litúrgica, en sus Sacramentos.

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