sábado, 18 de abril de 2009

Semana "in albis"

Vivimos en la semana “in albis”, y con ella inicia según el RICA el tiempo de la “Mistagogía”, cuando los neófitos que han recibido en la Noche de Pascua los sacramentos de la iniciación cristiana coronada con la primera participación eucarística, junto con la comunidad cristiana progresan “en la percepción más profunda del misterio pascual y en la manifestación cada vez más perfecta del mismo en su vida” (RICA n. 37).
La liturgia de las Horas nos ayuda también a vivir en este espíritu ‘mistagógico’, acompañándonos con la lectura de la 1Pe, con sus catequesis bautismales, y luego, de manera aún más explícita, con las lecturas de las “Catequesis mistagógicas de Jerusalén”.
Parece que cada año resuenan dentro con un tono de novedad y frescura nuevos.


Al leerlas, nos entusiasma la manera de dar la catequesis en los primeros años de la vida de la Iglesia. De veras se realiza lo que el adjetivo “mistagógica” indica: nos ayudan a penetrar en el “misterio sacramental” celebrado, en los Sacramentos pascuales recibidos.
Cito algunos párrafos, porque cualquier comentario estropearía el frescor y ternura de cada expresión.

Fuisteis conducidos a la santa piscina del divino bautismo, como Cristo desde la cruz fue llevado al sepulcro.
Y se os preguntó a cada uno si creíais en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Después de haber confesado esta fe salvadora, se os sumergió por tres veces en el agua y otras tantas fuisteis sacados de la misma: con ello significasteis, en imagen y símbolo, los tres días de la sepultura de Cristo (...) y en un mismo momento os encontrasteis muertos y nacidos, y aquella agua salvadora os sirvió a la vez de sepulcro y de madre.
... Nuestro bautismo, además de limpiarnos del pecado y darnos el don del Espíritu es también tipo y expresión de la pasión de Cristo. Por eso Pablo decía: ‘¿Es que no sabéis que los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo Jesús fuimos incorporados a su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte’
(Catequesis 20, `[Mistagógica 2], 4-6 – Jueves de la octava de Pascua).

No necesita comentario alguno; es más, se nos ofrece una descripción plástica y al mismo tiempo profundamente teologal y litúrgica del bautismo recibido. La descripción del rito sacramental y del hondo sentido de configuración con Cristo Jesús en su misterio pascual.
La catequesis siguiente nos la ofrece la liturgia en el viernes. Profundiza sobre todo en la unción con el crisma. De nuevo cito, porque es de una hermosura única la exposición.

Bautizados en Cristo y revestidos de Cristo, habéis sido hechos semejantes al Hijo de Dios. Porque Dios nos predestinó para la adopción, nos hizo conformes al cuerpo glorioso de Cristo.
No sólo nos hizo semejantes, conformes al cuerpo de Cristo el bautismo, sino que fuisteis convertidos en Cristo al recibir el signo del Espíritu Santo (...). Después que subisteis de la piscina, recibisteis el crisma, signo de aquel mismo Espíritu Santo con que Cristo fue ungido. (...) De la misma manera que, después de la invocación del Espíritu Santo, el pan de la Eucaristía no es ya un simple pan, sino el cuerpo de Cristo, así aquel sagrado aceite, después de que ha sido invocado el Espíritu en la oración consecratoria, no es ya un simple aceite ni un ungüento común, sino el don de Cristo y del Espíritu Santo, ya que realiza, por la presencia de la divinidad, aquello que significa... para que, mientras se unge el cuerpo con un aceite visible, el alma quede santificada por el Santo y vivificante Espíritu.
El sábado dentro de la octava de Pascua leemos la 4ª catequesis mistagógica sobre la Eucaristía, culminación de la iniciación cristiana. Presenta el texto de la institución, y prosigue con un inquebrantable acto de fe:

Estamos firmemente persuadidos de que recibimos como alimento el cuerpo y la sangre de Cristo. Pues bajo la figura del pan se te da el cuerpo, y bajo la figura el vino, la sangre; para que, al tomar el cuerpo y la sangre de Cristo, llegues a ser un solo cuerpo y una sola sangre con él. Así, al pasar su cuerpo y su sangre a nuestros miembros, nos convertimos en portadores de Cristo. Y, como dice el bienaventurado Pedro, nos hacemos partícipes de la naturaleza divina.

En la catequesis 3ª se nos decía que, al recibir la unción, signo del Espíritu Santo, fuimos convertidos en Cristo; en ésta, con palabras muy semejantes se afirma que, al recibir el cuerpo y la sangre del Señor llegamos a ser un solo cuerpo y una sola sangre con él.
Este estilo se me hace muy parecido al de san Pablo, cuando pide a los Gálatas que Cristo Jesús se forme en ellos (cf. Ga 4,19) y de sí mismo puede afirmar en la misma carta: Ya no soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí (2,20).
La Eucaristía, pues, no es sólo culminación de la iniciación cristiana; es la fuente y la cumbre de toda vida cristiana auténtica. En ella y por ella somos hechos no sólo ‘portadores de Cristo-Cristóforos’, sino cuerpo y sangre de Cristo.

Me encanta este lenguaje... ¡Qué atrevimiento el de los Apóstoles, como Pablo, y los Padres de la Iglesia para indicarnos la meta de la verdadera vida ‘en Cristo’, cristificada, identificada con Cristo Jesús, el Señor! Me sonrojo ante semejante valentía y audacia, cuando yo muchas veces ando con inútiles ‘respetos’ para no ‘herir’ la sensibilidad de quien no sé qué piensa sobre Jesucristo y su Evangelio. Ojalá el año paulino me comunique algo del arrojo de Pablo para hablar de Jesús con entusiasmo y amor de enamorada, de discípula que quiere vivir del y en el Maestro, para comunicar a los hermanos y hermanas su buena noticia: ¡Cristo ha resucitado. Aleluya!

Vuelvo un momento a la catequesis 4ª para fijarme en la conclusión:



Fortalece tu corazón comiendo ese pan espiritual,
y da brillo al rostro de tu alma.
Y que, con el rostro descubierto y con el alma limpia,
contemplando la gloria del Señor como en un espejo,
vayamos de gloria en gloria, en Cristo Jesús, nuestro Señor.



El lenguaje no podía ser más ‘paulino’.
Quiero subrayar un pequeño detalle y es la alusión en estas catequesis a términos como figura, imagen, símbolo. Nuestro lenguaje actual pueden engañarnos: no se trata, en el discurso de los Padres de ‘algo que se parece a’, ‘como si’; no. La imagen, el símbolo, la figura son expresiones que expresan el ‘signo sensible’ de una realidad que mientras la significan la realizan. Así: no somos sólo ‘como si fuéramos cuerpo de Cristo’, somos hechos cuerpo y sangre de Cristo.
Eso mismo creemos quiere decir el Maestro en la Cena cuando, al partir y repartir el pan y pasar la copa de vino dice aquellas palabras: Haced esto en memoria mía (1Co). Es decir: sed pan partido, vida entregada; vivid las mismas actitudes de entrega, de servicio, de amor que yo. Os he dado ejemplo para que como yo hice así también vosotros (cf. Jn 13).

No quiero cerrar esta referencia a los textos del Oficio de lectura de esta semana, sin hacer una pequeña alusión a la lectura de san Agustín que la Iglesia nos ofrece en su liturgia de las horas del domingo de la octava. Es de una ternura exquisita. Este domingo es el llamado ‘domingo in albis’ con referencia a los neófitos bautizados en la Noche de Pascua, que hoy dejan ya sus túnicas blancas que han revestido durante toda la semana. Se le llama también el domingo “Quasimodo” recordando las primeras palabras de la antífona de entrada en latín. Agustín parece que habla a “niños recién nacidos”, pero se sabe que con este lenguaje tan cercano quiere hablar a todos los que han sido bautizados en la Noche santa.

Me dirijo a vosotros, niños recién nacidos, párvulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, gloria del Padre, fecundidad de la Madre, retoño santo, muchedumbre renovada, flor de nuestro honor y fruto de nuestro trabajo, mi gozo y mi corona, todos los que perseveráis firmes en el Señor.
Me dirijo a vosotros con las palabras del Apóstol: Vestíos del Señor Jesucristo... Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo... Sois uno en Cristo Jesús.

Sigue el pensamiento paulino, que tanto bien nos hace en este año de manera especial, porque es camino seguro y directo a Cristo Jesús, porque para el Apóstol, como debería ser para mí y para cada cristiano: mi vida es Cristo.

En la oración eucarística de esta tarde, antes de celebrar ya las primeras vísperas del domingo segundo, octava de Pascua, unas palabras de la Regla de vida de mi congregación han sido una nueva ratificación de lo que la liturgia de las horas me hizo vivir en los últimos tres días de la semana de la octava de Pascua con las ‘Catequesis de Jerusalén’:

Caminamos en novedad de vida, tendiendo hacia la plena conformación con Cristo en su Misterio Pascua: ‘Estoy crucificado con Cristo y ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí’.

Palabras de luz y de compromiso que quiero hacer realidad en mi vida de discípula, acompañada por Pablo, por el beato Alberione y la Madre Escolástica, nuestra primera Madre. Con la gracia del Señor Resucitado, y guiada siempre por la liturgia de la Iglesia, serán guía en el camino de la cincuentena pascual.

lunes, 6 de abril de 2009

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

“Santa por excelencia es la semana consagrada a la celebración anual de la Pascua del Señor”. Grande, la semana en la que los cristianos hacemos solemne memoria del Misterio central de nuestra fe y de la vida de Cristo Jesús y de su Iglesia.
Semana santa, semana santificadora, en la que nos dejamos guiar por la liturgia, prolongada en la meditación y oración personales, a las que nos invitan unas preces y unos ritos de gran riqueza de contenido y densidad espiritual inagotables.

El Oficio de lectura de ayer, sábado de la V semana de Cuaresma, en la lectura del Sermón 45 de san Gregorio Nacianceno nos disponía a abrir nuestros corazones para entrar en la santa y grande Semana, cuyo pórtico es precisamente la celebración litúrgica de este Domingo de Ramos en la Pasión del Señor.
Decía, entre otras cosas: Vamos a participar en la Pascua... Nosotros hemos de tomar parte en esta fiesta ritual de la Pascua en un sentido evangélico, y no literal; de manera perfecta, no imperfecta; no de forma temporal, sino eterna...
Inmolémonos nosotros mismos a Dios, ofrezcámosle todos los días nuestro ser con nuestras acciones. Estemos dispuestos a todo por causa del Verbo; imitemos su pasión con nuestros padecimientos, honremos su sangre con nuestra sangre, subamos decididamente a su cruz”.

Después de la bendición y la solemne procesión con los ramos, aclamando al Señor y Mesías ‘como los niños hebreos’, la celebración de la Eucaristía inicia con una oración colecta que cambia radicalmente de tono.
Nos introduce en el ‘misterio’ de veras incomprensible y grande de la voluntad del Padre que ‘quiso’ que el Verbo ‘se hiciese hombre y muriese en la cruz’.
Sé que esta ‘voluntad’ tenemos que comprenderla desde toda la vida del Hijo. Él, hecho ‘uno de nosotros’, me atrevo a decir que ‘se ganó la cruz’, con una incesante y filial fidelidad al Padre en todo momento, rebajándose en la obediencia hasta la muerte y muerte de cruz y por amor a los hombres.
Fue entregado por el gran amor que el Padre ha tenido al mundo, a todos nosotros, por la salvación de todos (Jn 3,16). Y fue entregado, traicionado por uno de los suyos, pero él ‘aceptó voluntariamente la muerte’.
¡Misterio que sólo podemos adorar, acoger, abrazar!

El Padre en la muerte de nuestro Salvador nos quiso mostrar el ejemplo de una vida sumisa a su voluntad.
‘Vida sumisa a la voluntad del Padre’. Esa fue la existencia cotidiana del hombre-Dios, Jesús, nuestro Maestro y Salvador. Una vida en constante adoración al Padre.
Estas palabras de la oración colecta me recuerdan la explicación con que Benedicto XVI en Colonia ofrecía a los jóvenes subrayando el significado de la palabra ‘adoración’ como ‘proskýnesis’ (del griego) = postración, sumisión y ‘adoración’ (del latín), ‘ad os’ como beso, comunión.
Para mí, hoy esta oración es una fuerte invitación a entrar en la Semana santa en espíritu de ‘adoración’, de filial sumisión a la voluntad del Padre, esa voluntad que en algunos momentos de la vida a todos nos puede resultar un ‘misterio’, no sólo porque incomprensible – a veces también – pero sobre todo porque es siempre expresión de un amor que sabe lo que nos hace falta, lo que más nos conviene y que no siempre no coincide con lo que yo quiero y pido.

También la oración sobre las ofrendas de la Eucaristía de hoy me merece una atención particular, por su contenido profundo. Dice ya en el momento central: por esta celebración que actualiza el único sacrificio de Jesucristo, concédenos, Señor, la misericordia que no merecen nuestros pecados.
No se podía de manera más clara que la Eucaristía es el memorial que actualiza el sacrificio de la cruz. Renueva, actualiza y hace presente todo el misterio pascual de Cristo Jesús, con su pasión, muerte, resurrección.
Así la presentaban los Padres de la Iglesia, de manera especial san Agustín, al hablar de la ‘pasión’ del Señor, como ‘Misterio’ de todos los acontecimiento salvíficos de los últimos días de Cristo Jesús: Cristo que padeció, fue sepultado, resucitó.
Y así nos la presentan los Padres del concilio Vaticano II en la Constitución sobre la sagrada liturgia (SC, n. 47)
De nuevo, la insistencia sobre la realidad 'mistérica' de la Eucaristía “en toda su amplitud” (EM): centro de la vida cristiana, de la vida de la Iglesia, de mi vida.

Siguiendo paso a paso la liturgia en estos días santos, será cómo puedo ir haciendo míos los sentimientos del Señor Jesús (Flp 2,5) y cómo podré vivir la constante ‘adoración’ filial en espíritu y verdad, según el deseo, la voluntad del Padre, lo que a él le agrada. Porque con la liturgia de este domingo de Ramos confieso que la sangre de Cristo nos ha purificado, llevándonos al culto del Dios vio.

Porque se acercan ya los días santos
de su pasión salvadora y e su resurrección gloriosa;
en ellos celebramos su triunfo
sobre el poder de nuestro enemigoy renovamos el misterio de nuestra redención (prefacio II de la pasión del Señor)

miércoles, 4 de febrero de 2009

Carta a los Filipenses 4, 1-23

Llego, por fin, al último capítulo de la carta de san Pablo a los Filipenses, meditada y orada en su tiempo, cuando la liturgia eucarística nos la ofreció como primera lectura, pero sin posibilidad de tiempo para transcribir lo que vivía.
La Palabra de Dios siempre “es viva y eficaz”, y por lo tanto, doy gracias al Señor que me ofrece unos momentos para dedicarme de nuevo a leer-meditar-orar con esta palabra del Apóstol a su comunidad tan querida , “añorada, su gozo y su corona”, como él mismo la llama en el inicio de este capítulo.

Como siempre, pido al Espíritu di sabiduría y amor que me ilumine, y que me “introduzca”, como buen “mistagogo” en la “inteligencia” (intus-legere) de la Palabra inspirada por Él mismo:

Espíritu Santo,
te invoco sinceramente:
ven en ayuda de mi debilidad.
Ven, Espíritu de Dios,
y habita en mi mente y en todo mi ser,
para que tu luz ilumine “los ojos de mi corazón”
y pueda yo comprender
la Palabra de Vida y salvación.

Ven, Espíritu de la Verdad,
toma posesión de mi corazón y de mi mente,
acomódate en mi hogar,
conduce mi vida de cada día
según los designios del Padre.

Ven a mí, Espíritu de Jesús,
ven a tu Iglesia,
haznos gustar tu gozo embriagador,
en la acogida confiada de la única Palabra que salva.

aLeo la Palabra


1Por tanto, hermanos míos, queridos y añorados, mi gozo y mi corona, manteneos así firmes en el Señor, queridos. 2Ruego a Evodia, lo mismo que a Síntique, tengan un mismo sentir en el Señor. 3También te ruego a ti, Sícigo, verdadero «compañero», que las ayudes, ya que lucharon por el Evangelio a mi lado, lo mismo que Clemente y demás colaboradores míos, cuyos nombres están en el libro de la vida.
4Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. 5Que vuestra mesura sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. 6No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. 7Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.
8Por lo demás, hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta.
9 Todo cuanto habéis aprendido y recibido y oído y visto en mí, ponedlo por obra y el Dios de la paz estará con vosotros.

10 Me alegré mucho en el Señor de que ya al fin hayan florecido vuestros buenos sentimientos para conmigo. Ya los teníais, sólo que os faltaba ocasión de manifestarlos. 11No lo digo movido por la necesidad, pues he aprendido a contentarme con lo que tengo. 12Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre; a la abundancia y a la privación. 13 Todo lo puedo en Aquel que me conforta. 14 En todo caso, hicisteis bien en compartir mi tribulación. 15Y sabéis también vosotros, filipenses, que en el comienzo de la evangelización, cuando salí de Macedonia, ninguna Iglesia me abrió cuentas de «haber y debe», sino vosotros solos. 16Pues incluso cuando estaba yo en Tesalónica enviasteis por dos veces con que atender a mi necesidad. 17No es que yo busque el don; sino que busco que aumenten los intereses en vuestra cuenta.
18Tengo cuanto necesito, y me sobra; nado en la abundancia después de haber recibido de Epafrodito lo que me habéis enviado, suave aroma, sacrificio que Dios acepta con agrado.
19Y mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su riqueza, en Cristo Jesús. 20Y a Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
21Saludad a todos los santos en Cristo Jesús. Os saludan los hermanos que están conmigo. 22Os saludan todos los Santos, especialmente los de la Casa del César.
23 La gracia del Señor Jesucristo esté con vuestro espíritu.

aMedito la Palabra


En el capítulo tercero, Pablo terminaba recordando “entre lágrimas” a los que se atreve a llamar “enemigos de la cruz de Cristo”, que anulan la eficacia de la libertad y vida nueva que el Señor Jesús nos ha traído con su Misterio Pascual, con su excesivo apego a la Ley y a su riguroso cumplimiento. El Apóstol anima a los filipenses a tener en cuenta que ya no estamos sometidos a “lo terreno”, porque “somos ciudadanos del cielo”.
Inicia el capítulo con las palabras tan cariñosas del versículo 1 que he citado, con las que quiere asegurarse que sus hijos de Filipos se mantengan “firmes en el Señor”.
Luego, casi volviendo a los primeros versículos del cap. 2, hace una acorada invitación a la unidad, a tener “un mismo sentir”. Pero, mientras en el cap. 2 la recomendación iba dirigida a todos los destinatarios de la carta, aquí el Apóstol se dirige a “Sícigo, compañero” suyo, al que confía la solución de los problemas relacionales entre dos mujeres, colaboradoras suyas, “que lucharon por el Evangelio” al lado del mismo Pablo.
No sabemos quiénes eran en concreto estas dos cooperadoras de la obra evangelizadora del Apóstol, pero sí me agrada verlas aquí, como dos de las muchas mujeres que colaboraron con san Pablo a lo largo de su vida y misión. Basta que leamos el capítulo 16 de la carta a los Romanos, “sine glosa” y veremos cómo el Apóstol, a imitación de lo que ya hiciera Jesús, tuvo no sólo como discípulas, sino como fieles cooperadoras a varias mujeres, para las que, contrariamente a lo que a veces se dice, sintió aprecio, gratitud y afecto.
Luego, viene el texto que nos acompañó en las vísperas de los cuatro domingos de Adviento: la reiterada invitación a “estar siempre alegres en el Señor”. Y la razón que motiva esta alegría es: “el Señor está cerca”. Puesto que Jesús, el Señor, está cerca, el comportamiento nuestro ha de ser de “clemencia”, bondad, mansedumbre: un estilo e vida que re-presente en el hoy el mismo estilo del Maestro “manso y humilde de corazón”.
Éste será el mejor testimonio de la presencia del Señor entre nosotros. La oración, la confianza, la acción de gracias serán notas distintivas de este estilo de vida y lo harán posible.
El versículo 8 contiene todo un programa para los filipenses, para mí, para cada cristiano y para todo el que quiera vivir honradamente: 8Por lo demás, hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta.
Creo que resume bien lo que en el v. 4 el latín traduce por “modestia” y la Biblia de Jerusalén por “clemencia”: el programa de vida “honrada y religiosa” de la que le habla Pablo a su discípulo y colaborador Tito.
Sigue una acción de gracias sincera, profunda, emotiva por parte de Pablo a los cristianos de Filipos que en más de una ocasión le han socorrido en sus necesidades. Me impacta la delicadeza de sentimientos de nuestro Padre san Pablo, la “humanidad” tan rica que hemos subrayado más de una vez.. Constato la verdad de la afirmación del Crisóstomo: “Cor Pauli – cor Christi”. No se le pasa un detalle. Es más, llega a identificar la ayuda recibida con “un sacrificio” litúrgico; por eso usa nada menos que la expresión “ xusian” propia del “lenguaje litúrgico”, que, por otra parte, Pablo asume en muchas de sus cartas. La aportación de los filipenses es “sacrificio” que no sólo ayuda al Apóstol, sino que ante todo “Dios acepta con agrado”.
A este Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Pablo siempre le recuerda en las doxologías con las que concluye casi todos sus escritos.
Termina con los saludos para todos los hermanos y de los hermanos: Pablo nunca se ve aislado en la obra de la evangelización, en la creación de comunidades, en su misión.
Y una nota importante de la conclusión de los saludos: “especialmente los de la casa del César”. Si la carta está escrita desde la prisión de Éfeso, aquí tenemos la extensión de la obra evangelizadora de san Pablo: hasta los empleados y funcionarios al servicio de los mandatarios romanos, han sido evangelizados y saludan a los hermanos de Filipos.
El final será siempre un augurio o súplica en la que aparece, evidentemente, el Señor Jesucristo, sin el que Pablo no sabe ni decir, ni hacer nada: Cristo Jesús, su Señor, es siempre el centro y la razón de su vida y de su misión.

aOrando la Palabra

Aunque no lo haya citado esta vez de forma explícita, sigo naturalmente en el deseo de dejar que sea el beato Santiago Alberione guiado por el Espíritu, el que me acompaña en mi acercamiento espiritual a la Palabra de Dios en boca del apóstol Pablo.
Vuelvo a las oraciones escritas por nuestro Fundador en sus Ejercicios personales de la primavera del año 1947. Es una oración a Jesús Maestro la que transcribo y que me inspira en la conclusión de la carta a los Filipenses:

Has enseñado una doctrina celestial, con confianza, con sencillez, a todos.
Me has enviado a predicar: soy sacerdote.
Me has dado por
protector a un gran predicador: san Pablo.
Me has entregado almas hermosas para que las instruya, jóvenes escogidos.
Me has proporcionado medios variados y poderosos: palabra, prensa, radio.
¿He cumplido bien tu mandato? No puedo decir que sí, externamente. Internamente, no siempre he orado lo suficiente; no siempre había la debida caridad; ¿faltó a veces la constancia?
Liber scriptus proferetur,
in quo totus continetur,
unde mundus judicetur.
Cuando los oyentes estén ante mí, el día final, podrán decir que no siempre les precedí con el ejemplo: que no hubo en mí la suficiente humildad; que faltó la oración para que la semilla arrojada germinase: «Quid sum miser tunc dicturus?...» [¿Qué soy yo, miserable?, diré entonces]


Rosario, miserere
(S. Alberione, en El Apóstol Pablo, inspirador y modelo, San Pablo 2008, p. 170)

Después de esta oración-confesión, verdadera “confessio laudis-confessio vitae-confessio amoris”, me siento casi anonadada ante la humildad del apóstol Alberione, que el Señor eligió para dar a la Iglesia la “admirable Familia Paulina”, como él mismo la llamó en otro escrito del año 1954, y concluyo con una invocación que nos enseñó y oramos cada día:


Oh san Pablo apóstol, protector nuestro,
Ruega por nosotros y por el apostolado
de los medios de la comunicación social.

martes, 27 de enero de 2009

"Estarán unidas en tu mano(Ez 37,17)

Octavario por la unidad de los cristianos (18-25 de enero de 2009)


Este año la semana de oración por la unidad por los cristianos la he sentido de manera muy especial por varias razones.
Me llamó ante todo la atención el lema escogido; me pareció no haberlo leído nunca en Ezequiel, del que leí y oré una y otra vez el cap. 37, que siempre me ha impactado, acompañado y sostenido en renovada confianza. Pero quizás la escena de los “huesos secos” había absorbido toda mi atención.
Y por eso suscitó en mí curiosidad este texto, que me sonó a nuevo.
Leí atentamente todo lo que se refiere al tema.
Y vi la razón por la que se había escogido: en la Corea trágicamente dividida en norte y sur, los hermanos de esa nación han visto su situación reflejada e iluminada por la profecía de Ezequiel.
El hecho de haber yo convivido y compartido muchas cosas durante varios años con Discípulas coreanas en Roma, y haber podido sentir y compartir con ellas su sufrimiento y el de muchas familias por la “división” de su pueblo, me hizo comprender la profunda razón y actualidad del lema.
El pueblo elegido habrá pasado por la misma situación de sufrimiento y el profeta Ezequiel es enviado por Dios para anunciarle que los dos reinos (del Norte y del Sur) se juntarán el uno con el otro de suerte que formen una sola pieza de madera, ”que sean una sola cosa en tu mano”.
Más adelante, el profeta volverá a anunciar en nombre del Señor: “He aquí que voy a tomar el leño de José que está en la mano de Efraín y a las tribus de Israel que están con él, pondré con ellos el leño de Judá, haré de todo un solo trozo de madera, y serán una sola cosa en mi mano”.
Otra razón por la que este año me sentí y me siento especialmente sensible al dolor por la división de los cristianos, será que es el de haber participado en el verano pasado, como ya comenté en el blog, en Sobrado de los Monjes (Santiago de Compostela), en la Reunión ecuménica internacional de religiosos y religiosas.

La convivencia fraterna, la participación en la celebración y oración común, el escuchar las ponencias que tenían por tema común el lema: La fuerza del nombre de Cristo (perdón, no recuerdo en este momento el lema exacto; el tema que me asignaron a mí era precisamente “Cristo, centro de la liturgia”).
La convivencia, el intercambio de ideas, sentimientos (con las personas que he podido, en español, francés, italiano; con alemanes e ingleses casi sólo por señales, gestos, sonrisas) me hizo sentir, casi palpar la profunda espiritualidad litúrgica y mística de varios de los monjes ortodoxos, su sentido de acogida, de cercanía, de oración; el amor a San Pablo en los evangelistas y luteranos. Uno de ellos, el Dr. Abad, pastor de los Evangelistas no sé si de Madrid o de España, nos habló sobre el prólogo de Juan: Cristo centro, en su Encarnación: “El Verbo se hizo carne...” y al saber que yo pertenezco a la Familia Paulina, me dijo con un sentido cercano: ¿Sabe que nosotros queremos mucho a San Pablo? Sí, le dije. La carta a los Romanos creo que sea un poco vuestro ‘baluarte’ – y añadí: también nuestro... Muy atento y amable con todos.
En aquel Encuentro creció mucho mi interés y se agudizó mi sensibilidad por el problema ecuménico. Siento con toda la Iglesia – el siervo de Dios Juan Pablo II y el actual Benedicto XVI han tenido y tienen como una prioridad de su servicio petrino el caminar lo más rápidamente posible, dentro de la fidelidad al Evangelio, a la meta de beber del mismo cáliz eucarístico todos los que hemos con Cristo Jesús hemos muerto y resucitado a la vida nueva en el Bautismo por el agua y el Espíritu.

Casi con un poco de pena, he echado en falta el que a nivel de Diócesis (por lo menos no me ha llegado eco), de parroquia o a lo mejor incluso de Confer hubiéramos tenido algún encuentro de oración ecuménica común.
He sentido y lo siento cada año la nostalgia de cuando en Bilbao – en Madrid se hace pero no he podido participar nunca personalmente, por otros compromisos – en los años 70 nos reuníamos a las 8 de la tarde cada día en una comunidad o Iglesia. El delegado diocesano de ecumenismo, cada año nos invitaba y se participaba en buen número a un encuentro de oración común. Esto nos unía también luego en la relación, facilitada por el mutuo conocimiento y oración.

En conclusión, quiero decir que doy gracias cada día a la Trinidad santa por haber nacido en una familia católica, por pertenecer a la Iglesia de la que me siento parte viva, o por lo menos quiero ser “miembro vivo y dinámico de la Iglesia”, como nos pedía el beato Santiago Alberione, nuestro Fundador.
No me siento de hacer comparaciones con nadie, ni por otra parte siento complejo ni tener que”pedir perdón por ser católica”, no, ni mucho menos. Tengo que confesar que hoy me siento humildemente católica y que pido, como pide la Iglesia, que pronto, muy pronto, cuando Dios quiera, seamos todos los cristianos un solo rebaño bajo un solo pastor, que seamos, según la petición de Jesús Maestro en su oración sacerdotal, antes de la Pasión: “unum” como Jesús y el Padre son “unum”, “para que el mundo crea”.

domingo, 18 de enero de 2009

Del Bautismo de Jesús al Tiempo Ordinario


Acabamos de celebrar el ciclo litúrgico de la “Manifestación del Señor”, y ya hemos pasado al Tiempo Ordinario.
Habíamos dejado a Jesús en el Jordán, recibiendo el Bautismo de Juan, recibiendo al Espíritu y escuchando la palabra del Padre: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto” y ya contemplamos a Jesús Maestro que va formando la pequeña comunidad de discípulos, curando a los enfermos, anunciando la cercanía del Reino de Dios, que requiere por nuestra parte “conversión” y “fe” en la Buena Noticia.

En este segundo domingo, la eucología menor, (colecta-oración sobre las ofrendas-oración después de la comunión) nos introducen con hondura en la “cotidianidad” de la celebración del Misterio de Cristo.
Dios todopoderoso,
que gobiernas a un tiempo cielo y tierra,
escucha paternalmente la oración de tu pueblo,
y haz que los días de nuestra vida se fundamente en tu paz.


El Padre aparece en la invocación como lo que es en realidad: “el Señor de la historia”, él, por medio del Verbo, ha creado cielo y tierra y no los ha dejado abandonados a su libre albedrío; los sigue acompañando, asistiendo, “gobernando”. Es el “Señor de la historia”, un título que recuerdo con frecuencia y que me anima a confianza filial, a pesar de que los telediarios y los periódicos nos anuncien cada día más tragedias, que siento profundamente, por las que rezo y ofrezco... Todas estas noticias y las que no se dan, producen tristeza, preocupación, casi angustia, y ciertamente ganas de hacer lo que de mí dependa o pueda, con oración y entrega, para que la humanidad tenga y viva en más paz, concordia, progreso.

Pero la fe nos dice también – y con firmeza – que el hilo rojo de la historia no lo llevan los gobernantes de Países grandes o chicos; sí, a ellos les corresponde la responsabilidad seria de promover, buscar caminos de paz, de solidaridad, de bienestar para todos. Pero, el verdadero “Señor” que rige los destinos de los pueblos es nuestro Dios y Padre.

Él escucha nuestra oración, no tapa sus oídos ante nuestras súplicas por los que sufren guerras, enfermedades, conflictos de diverso tipo. Nos escucha “paternalmente”, con corazón de Padre. Nuestra suerte “está en su mano”, aunque Dios sí quiere la colaboración de todos, para realizar en este mundo nuestro su proyecto de paz y salvación.

Por eso, con corazón de hijos, hijas de este Padre amorosísimo, le pedimos que nos conceda el gran don de su paz: que nuestra vida, la vida de todos los hombres y mujeres de la tierra se establezca en su PAZ. Una paz que no es sólo ausencia de guerras, sino el cúmulo de todo bien, de su “gracia y paz”, los dones que san Pablo pide en todas sus cartas para sus comunidades cristianas.

Concédenos, Señor,
participar dignamente de estos santos misterios,
pues cada vez que celebramos este memorial del sacrificio de Cristo
se realiza la obra de nuestra redención.


Nos encontramos ante una de las oraciones doctrinalmente más ricas del Misal Romano. La misma que encontramos en la misa vespertina in Coena Domini y en la misa votiva de la Santísima eucaristía.
Y su verdadero origen se remonta nada menos que al primer ‘misal de altar’, el Sacramentario Veronense.

Sólo le pedimos al Padre que nos conceda participar dignamente de estos santos misterios. “Celebrar dignamente”: una llamada al “ars celebrandi”, que naturalmente no se limita al presbítero u obispo que preside la celebración, sino a todos los que participamos. La Instrucción Eucharisticum Mysterium pedía a los sacerdotes que presiden la Eucaristía “que se comporten de tal manera que trasciendan el sentido de lo sagrado” (n. 20). Esta misma petición la repite hoy con insistencia el Papa Benedicto XVI. Que la celebración sea de veras “mistagogía” del Misterio celebrado.

Llega luego la afirmación que expresa en pocas palabras toda la doctrina del Misterio eucarístico: ante todo, la Misa es presentada en su verdadera naturaleza de memorial del sacrificio de Cristo, y toda la carga de la palabra “memorial” dice con el mayor realismo posible: este “memorial” realiza la obra de nuestra redención. La memoria no puede no recordar la insistencia de Odo Casel al hablar del “Misterio del culto” como de la “mismísima obra de la redención humana”.

Derrama, Señor, sobre nosotros tu espíritu de caridad
para que, alimentándonos con el mismo pan del cielo,
permanezcamos unidos en el mismo amor.


Esta oración para después de la comunión es frecuente en diversas celebraciones. Expresa de forma sintética lo que constituye el “primer fruto de la Eucaristía”: la unidad en el amor, en la caridad. El Espíritu Santo, que ha sido invocado en las dos epíclesis de la celebración eucarística y que es el “hace la Eucaristía”, es también el que derrama el amor de Dios en nuestros corazones (Rm 5,5).
Y este don que recibimos en la Eucaris´tia hemos de vivirlo, traducirlo en opciones concretas de vivencia en nuestra vida cotidiana: que permanezcamos unidos en el amor.

¡Cómo viene a propósito para alimentar nuestra oración en este recién iniciado Octavario de oración por la unidad de los cristianos!: que permanezcamos unidos en el amor; que amor nos haga ser realmente “uno”, “para que el mundo crea: un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre, un solo Señor y Pastor de su Iglesia: Cristo Jesús, animado por el Espíritu.

Esta oración animará nuestra oración-intercesión-súplica de esta semana, hasta al fiesta de la Conversión de san Pablo. El Apóstol, en su año paulino, él que podemos llamar el “apóstol del y de la fraternidad”, porque sus cartas son una constante invitación a vivir unidos, en caridad, buscando los unos los intereses de los demás, nos conceda, conceda a la Iglesia que lo invoca el don de volver a unir los miembros rotos del Cuerpo de Cristo, para que la Iglesia sea cómo Jesús, su Cabeza y Pastor la ha soñado al dar por ella su Sangre preciosa.
Concluyo con el prefacio de la Misa por la unidad de los cristianos. Se trata de la eucología mayor, que expresa de manera elocuente lo que vivimos en esta semana de una manera muy especial:

En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación
darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre santo,
Dios todopoderoso y eterno,
por Cristo, Señor nuestro.

Por él nos has conducido
al conocimiento de la verdad,
para hacernos miembros de su Cuerpo
mediante el vínculo de una misma fe
y un mismo Bautismo;
por él has derramado sobre todas las gentes
tu Espíritu Santo,
admirable constructor de la unidad
por la abundancia de sus dones,
que habita en tus hijos de adopción,
santifica a toda la Iglesia
y la dirige con sabiduría.

Por eso, unidos a los coros angélicos,
Te alabamos con alegría diciendo:

Santo, Santo, Santo...


jueves, 25 de diciembre de 2008

Lectio Divina de Filipenses 3,17-21


a Oración para disponer el corazón

Espíritu Santo,
tú que sembraste la esperanza
en el corazón de María de Nazaret
y alumbraste en su seno
al Salvador del mundo,
abre mi corazón al gozo de la escucha,
una escucha atenta y dócil a tu Palabra.
Haz que, iluminada y guiada por esta Palabra,
todo mi ser se disponga a salir animosa
al encuentro de Cristo Jesús, mi Señor;
el que ha venido, viene siempre y vendrá
a hacer nuevas todas las cosas,
según el proyecto del Padre,
para la salvación de todos los hombres
y mujeres de nuestro mundo
en nuestro “hoy”.
¡Ven, Espíritu Santo!

a Lectura orante

Conducida e iluminada por la presencia del Santo Espíritu, el “mistagogo” más eficaz del Misterio de Cristo el Señor, presente en su Palabra, quiero dejar que sean también el apóstol Pablo en este “año paulino” y el padre Alberione, quienes me vayan acompañando en la penetración devota de la Palabra de Dios.
Leo y medito la palabra de san Pablo a los Filipenses, pero ciertamente la meta, sí es la de profundizar en el corazón del Apóstol, pero como “mediación-puente” para llegar al Señor Jesús, al encuentro con él porque también yo como Pablo, me atrevo tímidamente a decir que, a pesar de todas mis deficiencias y pecado, “para mí la vida es Cristo”, con el Padre y el Espíritu divino.
Con este ánimo paso a leer y re-leer los últimos versículos del tercer capítulo de esta carta tan entrañable del Apóstol de las gentes.

17Hermanos, sed imitadores míos, y fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en nosotros. 18 Porque muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo, 19 cuyo final es la perdición, cuyo Dios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza, que no piensan más que en las cosas de la tierra.
20 Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, 21 el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas.


Con estos versículos concluye el cap. 3 de la carta a los Filipenses. Los dejé, aunque sean breves, porque siento que son de un contenido profundo, que merecen una ruminatio propia. Cuando en los últimos días del año litúrgico, antes de proclamar el Apocalipsis, la Iglesia en su liturgia eucarística nos ofrecía la carta a los Filipenses, las palabras de san Pablo en estos versículos me impactaron de manera especial.
Por eso, quiero volver sobre ellas, reviviendo lo que aquel día y luego me sugirió esta Palabra.

Me fijo ante todo en Pablo quien, con todo derecho y verdad, se propone como modelo a imitar por parte de sus hijos de Filipos.
Acto seguido, pasa el Apóstol a hablar, en forma que puede casi parecer misteriosa y sorprendente, de los que actúan “como enemigos de la cruz de Cristo”. Y Pablo llora recordando estos hermanos, probablemente judíos, los “judaizantes” que encuentran su apoyo y seguridad en la “carne”, es decir, en la fidelidad rigurosa a la ley relativa a los alimentos puros e impuros y a la circuncisión. El mismo Pedro en la visión del gran lienzo con toda clase de animales, en Cesarea, se niega a obedecer a la palabra que le ordena: “Levántate, Pedro, sacrifica y come” y lo hace con la energía con la que rechaza en el primer momento que su Maestro le lave los pies (cf. Hch 10, 13-14; Jn 13, 6-10).

Pablo, que ha sido fiel cumplidor irreprochable de la Ley, en la que encontraba toda su seguridad, sabe por experiencia cuánto puede costar a un judío fiel dejar a un lado estas seguridades, para aceptar la libertad que Jesús, el Mesías nos ha traído. Sus lágrimas ante la actuación y predicación de estos “hermanos suyos en el judaísmo”, quizás sean lágrimas de profundo dolor, emoción, com-pasión fraterna.

Llega a llamarlos enemigos de la cruz de Cristo, porque, como dice a los Gálatas “Si os circuncidáis, Cristo no os aprovechará nada”, pero es el mismo Pablo que se declara dispuesto a ser un “proscrito”, con tal de cooperar a la salvación ante todo de los de su raza (cf Rm 9-11). En este contexto se atreve a decir a los gentiles, los destinatarios más propios de su ministerio, que los judíos “en cuanto al Evangelio, son enemigos para vuestro bien (...) porque “los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (ib. 11, 29).

En contraste con la actitud de los que no quieren acogerse a la salvación que viene de la cruz de Cristo, san Pablo recuerda a los Filipenses, que él y ellos y todos los que siguen al Señor Jesús, son ya ciudadanos del cielo, con una sola esperanza, que es seguridad: la venida “como Salvador” del “Señor Jesucristo”, que transformará el mismo pobre cuerpo mortal a imagen de su cuerpo glorioso.


a Medito la Palabra

Muy brevemente, porque lo que me sugieren estos versículos ya queda dicho en la lectio.
Una palabra sólo sobre la com-pasión de san Pablo, sus lágrimas que me emocionan, me inspiran los sentimientos que, como cristiana-discípula del Maestro que cargó con el pecado de todos e intercedió por los pecadores (cf. Is 53), estoy llamada a vivir. No soy mejor que nadie, ni creo que el espíritu de reparación sea actitud de quienes se sienten más perfectos que los demás.
Soy pecadora, somos todos pobres pecadores, excepto la Madre Inmaculada que justamente celebramos con alegría grande en estos días, pero todos los cristianos estamos llamados también a hacer lo que decía Pablo a los cristianos de Colosas: “Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo” (1, 24), comprendiendo bien el sentido que el Apóstol da a estas palabras, que explícitamente refiere “a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”.

Más que detenerme en sugerencias concretas, quiero contemplar e imitar el corazón de san Pablo, su amor ardiente a Cristo, vida de su vida, razón de todo su apostolado y sufrimientos. Amor también a la Iglesia, y en la Iglesia, a todos: judíos y gentiles. Para Pablo no hay barreras de raza, género, cultura.
A é sólo le preocupa e interesa que todos vayamos hacia la única meta, que es nuestro Salvador Jesucristo.
Esto me queda como síntesis del tercer capítulo tan denso de la carta a los Filipenses, al tiempo que como oración y petición que el Espíritu me vaya formando cada vez un poco más a imagen de Jesucristo Maestro, siguiendo las huellas, las sendas trazadas por Pablo, y de forma también cercana aunque siempre en la misma línea, por el beato Santiago Alberione.

Y Oro la Palabra con la Palabra

He iniciado hace muchos días, casi al comienzo del Adviento, esta reflexión que concluyo en unos minutos el día de la Navidad.
Mi oración será, en pleno clima navideño, el cántico que la Iglesia cantará en las primeras Vísperas de la Epifanía, tomadas de la I Timoteo 3, 16:

Alabad al Señor, todas las naciones.

Cristo, manifestado en la carne,
justificado en el Espíritu.

Cristo, contemplado por los ángeles,
predicado a los paganos.

Cristo, creído en el mundo,
llevado a la gloria.

Alabad al Señor, todas las naciones.

martes, 23 de diciembre de 2008

Día ‘normal’ dentro de la ‘peculiaridad del Adviento’


La eucología menor de este día en la liturgia eucarística me ha impactado de manera especial. Me ha parecido casi nueva, o por lo menos, singularmente bella. No me voy a extender en la reflexión; sólo subrayaré algo que me ‘tocó de manera especial.
Como todos los días de la ‘octava’ que precede la Navidad, del 17 al 24, todas las oraciones de la liturgia insisten sobre la venida ya cercana del Emmanuel, la Navidad que se aproxima. Así, el día 23 la oración colecta recuerda que nos estamos acercando a las fiestas de Navidad, y por eso, la Iglesia se atreve a pedir que el ‘Hijo que se encarnó en las entrañas de la Virgen María’ para ser nuestro Emmanuel, El que quiso vivir entre nosotros, nos haga partícipes de la abundancia de su misericordia.
Vemos el entrelazarse de los verbos, en todas sus formas y modos. La Navidad se acerca y es al mismo tiempo una realidad futura “en el sacramento”; el Hijo se encarnó en el tiempo y lugar que conocemos por el Evangelio y el móvil de la Encarnación fue el de vivir entre los hijos de los hombres, entre nosotros; luego, con el modo subjuntivo expresamos “la gracia que se quiere obtener”: ser partícipes de la abundancia de su misericordia.


La oración sobre las ofrendas expresa de una manera muy clara la doble dimensión de la Eucaristía, de toda acción litúrgica: con la oblación (aquí, como en muchas otras oraciones sobre las ofrendas, se anticipa lo que es el ‘ofertorio’ de la Misa: en la anámnesis después del Relato de la Institución, en el gran ‘offerimus’ del Memorial) se realiza la dimensión ascendente: alcanza su plenitud el culto que el hombre puede tributar al Padre, por Jesucristo, en el Espíritu.

Pedimos que esta ofrenda de la Iglesia y de todos nosotros nos obtenga el don del restablecimiento de nuestra amistad: ante todo, naturalmente, con Dios, y también con nosotros mismos y con los demás. Esta ‘amistad’ restablecida, nos permitirá celebrar renovados en gracia el nacimiento de Jesús, nuestro Redentor (dimensión descendente de la Eucaristía).

Me queda la oración después de la Comunión, que podría decir resume todo el espíritu del Adviento, con un enlace entre lo que pedíamos en el primer domingo: ‘avive nuestro deseo de salir al encuentro de Cristo que viene’ y la celebración de la Navidad. En la oración pedimos el don que los encierra todos: la paz del Señor. Ésta será la actitud más acertada para salir al encuentro de Cristo que llega, sin temor, y con las lámparas encendidas.

Con esta disposición, guiada por la eucología de la madre Iglesia, entramos ya en la Navidad, en la “pascua de navidad”

Al escribir este título, el pensamiento espontáneo y agradecido va al prof. Adrien Nocent, del que tod@s sus
alumn@s conservamos viva memoria y reconocimiento por cuánto nos enseñó, con profundidad de doctrina y testimonio de vida y de servicio a la reforma litúrgica del Vaticano II. Él se congratulaba con los alumnos españoles de San Anselmo, al recordar cómo sólo en la lengua española, nos felicitamos la Navidad, recordando la ‘Pascua’.

Y quizás en Toledo, más que en otros lugares en los que pasé los últimos años, la felicitación que recibo por las calles es la de “¡Felices Pascuas!”. Esta misma mañana – 28 de diciembre, fiesta de la Sagrada Familia – mientras yo, al salir de la Eucaristía de las 11, felicitaba a las familias conocidas que habían participado en buen número: abuelos, padres e hijos en la Eucaristía, ellas y también otras personas con las que me crucé en el camino de vuelta a casa, me felicitaban con esa expresión, y constato, por lo menos, eso creo descubrir, que no se trata de una rutina “¡¡Felices Pascuas, hermana!!”

Navidad y Misterio Pascual no pueden ir separados. Nos lo recuerda el mismo san León Magno’ en su Sermón I en la Natividad del Señor, 1-3. Lo leímos precisamente el Oficio de lectura de la Navidad:

Hoy, queridos hermanos, ha nacido nuestro Salvador, alegrémonos. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nace la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida.
(...)Demos, por tanto, gracias a Dios Padre por medio de su hijo, en el Espíritu Santo, puesto que se apiadó de nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó (...) para que gracias a él fuésemos una nueva creatura, una nueva creación.
(...) Reconoce, cristiano, tu dignidad (...) porque tu precio es la sangre de Cristo.


Tengo en este momento ante mis ojos la felicitación de nuestra Superiora general con su consejo a todas las Hermanas de la Congregación. Dice entre otras cosas: ‘La meta de la gran peregrinación (siguiendo a Jesús a lo largo e su vida, desde Belén a Jerusalén) será Jerusalén: ciudad de la paz siempre deseada y siempre violada. (hoy se hace más vivo y penoso esto con lo que está sucediendo en Gaza). Aquí la pascua nos hará realmente discípulas. Belén y Jerusalén, Navidad y Pascua, discípulas y Maestro, realidades inseparables del único misterio del Dios hecho hombre que nos salva de la tristeza de una vida cerrada en la muerte’.

En todos estos días la liturgia nos acompaña con textos de especial profundidad y ternura. Las oraciones, antífonas, lecturas que nos va ofreciendo la liturgia nos hablan de la ternura del Dios hecho Niño en Belén y de la perspectiva pascual. El relato evangélico de la celebración eucarística de este día nos pone bien evidente: la ternura del anciano que coge en brazos al Niño Dios, la profetisa Ana que anuncia a todos la liberación que Jesús trae a su pueblo; las palabras de Simeón a María con la perspectiva de la diversa acogida que recibirá su hijo por parte de su pueblo y la ‘espada’ que a ella le atravesará el alma. Navidad-Pascua. La kénosis del Hijo de Dios que nos recuerda que el camino seguido por él es la senda que marca a sus
discípul@s, a tod@s l@s que queremos seguir sus huellas.

Con María, la Virgen Madre, que recordaremos con particular cariño y devoción, de manera especial y total el día 1 de enero, entrando con ella en el año 2009,
acompañad@s y sostenid@s por la bendición del Señor:

‘El Señor te bendiga y te proteja,
ilumine su rostro sobre ti
y te conceda su favor.
El Señor se fije en ti
Y te conceda la paz’.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Retiro “Legión de María”

El retiro a los miembros del “Comitium Virgen del Sagrario” de Toledo, ha sido una preciosa ocasión, un kairós diría, para penetrar y ahondar en el espíritu de la Legión de María, en la que he sido llamada a prestar un servicio de hermana.
Una vez más he constatado cómo siempre que te preparas reflexionando y orando para ofrecer algo a los demás, eres tú quien recibes mucho más que lo que intentas dar. Y el Señor es de veras “quien da el crecimiento”, como dice mi Padre san Pablo.
El día 13 de diciembre, jornada de retiro de la “legión de María” ha sido un día de especial e intensa oración, de fraternidad, de convivencia y amistad. Se respiraba la presencia de la ‘Madre’por todos los costados, junto con la presencia de Jesús Eucaristía a lo largo de toda la mañana, concluida con la celebración culminante del Sacrificio eucarístico.
No faltó después de la comida fraternal, la vista de unos DVD sobre Pablo y Bernabé. Y naturalmente, como broche de todo, las oraciones del santo Rosario unido a las plegarias propias de la Legión.

martes, 2 de diciembre de 2008

De Adviento a Navidad

El Adviento es siempre un tiempo litúrgico con un particular color de esperanza y ternura, tiempo de soñar, desear, augurar...
Así he intentado vivirlo, cogida de la mano de la Virgen-Madre.

29 de noviembre

La Confer diocesana nos invitó a tod@s los y las religios@s de la Diócesis de Toledo a prepararnos junt@s al Adviento y a la Navidad con una mañana de retiro: de 10.30 a 14 horas. Esta vez lo animó un Padre Franciscano. Muy centrado el tema del Adviento, y la consigna final, que me llenó el corazón de discípula: Recordad: ¡Eucaristía – Eucaristía – Eucaristía!.
Concluimos el retiro, después de un tiempo prolongado de oración personal ante el Santísimo Sacramento expuesto solemnemente, con la Celebración comunitaria de la Penitencia, en la fórmula B.
Varios Sacerdotes se prestaron para la celebración individual. Y concluimos, como establece el Ritual, dando gracias al Señor comunitariamente.
Al final, saliendo ya, nos felicitamos mutuamente la Pascua de Navidad, aunque todavía teníamos en programa un encuentro el día 23, para escuchar y felicitar a nuestro Cardenal recién llegado de Roma, y otra cita para tod@s el día 26, para celebrar en fiesta intercongregacional la Navidad.

Estos encuentros animan, favorecen el conocimiento mutuo, la amistad, la intercomunicación y el intercambio de los bienes que cada un@ vive, posee y sobre todo de lo que cada un@ es.
¡Bendito Concilio Vaticano II que ha abierto las puertas de los conventos y comunidades religiosas, haciendo que vivamos así más de forma más sensible y visible la comunión profunda que siempre nos ha unido en un mismo ideal, vivido y manifestado con los diferentes carismas al servicio de la Iglesia-comunión, para el bien de todos los hermanos!
Y ¡bendita sea también la Confer, que, en una “Iglesia de comunión”, alienta y orienta a l@s religiosos y religiosas que vivimos y operamos en nuestra España de “hoy”, al servicio de los hermanos!

Por todas estas realidades y por muchas más, hoy y siempre: ¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo...!

lunes, 1 de diciembre de 2008

Velando en oración y cantando tu alabanza

Es hoy un día particular para mí. Recuerdo el 38º aniversario del fallecimiento de mi madre. Todo el día la tengo particularmente presente, con cariño y emoción de hija. Sé, por la fe en la misericordia del Padre y también por la bondad excepcional de su vida, que contemplando la augusta Trinidad, ella reza con y por todos nosotros, y canta también al Dios tres veces santo el Sanctus de la Jerusalén celestial (cf Ap 4, 8).
Me acompaña su pensamiento, su recuerdo, mientras oro con la oración colecta de este día, que resuena en mi interior con tonos de gozo y esperanza:

Concédenos, Señor Dios nuestro,
permanecer alerta a la venida de tu Hijo,
para que, cuando llegue y
llame a la puerta,
nos encuentre
velando en oración y cantando tu alabanza.

La Iglesia de la tierra en su liturgia, pide permanecer “alerta”, despierta, porque el “que viene” es Alguien importante: es el Hijo del eterno Padre en la realidad de nuestra carne, asumida en el vientre de María por obra del Espíritu.
Él tiene que llegar, ha llegado ya, llega cada día, hoy mismo en la Eucaristía, en la gracia, con su presencia sanadora y salvadora en los sacramentos, en los hermanos y hermanas y llegará glorioso y triunfante al final de los tiempos.
Está llamando, siempre, a mi puerta, a la puerta de todo creyente, de la Iglesia entera (Ap 3,20).
La Iglesia, con ánimo de esposa y de madre, quiere disponerse, y eso me pide hoy a mí, recordando a quien tanto amo, a recibir, a salir al encuentro del Esposo que está a la puerta y llama, para que Él me/nos encuentre, velando en oración y cantando su alabanza.
Es ésta la actitud más propia del Adviento: actitud teologal del y de la que espera al Señor; sabe que ya vive en ella, pero le sigue esperando en la celebración litúrgica del misterio de la Navidad y en su venida gloriosa y definitiva al final de la historia.

Por eso, mientras aguardamos la gloriosa venida, no nos cansamos de cantar, unidos a los ángeles y a los santos, en comunión y sinfonía con todos los moradores de la santa Jerusalén celeste el


Santo, Santo, Santo...
Amén. Aleluya.



Lectio divina de Filipenses 3,1-16

a Invocación para disponer el corazón

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo,
padre amoroso del pobre,
don en tus dones espléndido.

Luz que penetra las almas,
fuente del mayor consuelo;
ven, dulce huésped del alma,
don en tus dones espléndido.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del alma
si Tú le faltas por dentro (...).

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo(...)..
(de la secuencia de Pentecostés)

Ven, Espíritu de sabiduría, entendimiento, ciencia y consejo; Espíritu de piedad, ¡ven!
Introdúceme en el misterio de la Palabra de Dios, haz que se “encarne”, en mi mente, en mi voluntad, en mi corazón, en todo mi ser. Condúceme, tú que eres el “Maestro interior”, el “mistagogo”, al encuentro vital con Cristo Jesús, la Palabra hecha carne.
Iluminada y guiada por la Palabra, confío en que Tú formarás en mí una auténtica discípula de Jesús Maestro, siguiendo las huellas del apóstol Pablo.

a Texto

1 Por lo demás, hermanos míos, alegraos en el Señor... Volver a escribiros las mismas cosas, a mí no me es molestia, y a vosotros os da seguridad.
2 ¡Atención a los perros; atención a los obreros malos; atención a los falsos circuncisos!
3 Pues los verdaderos circuncisos somos nosotros, los que damos culto según el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús sin poner nuestra confianza en la carne, 4 aunque yo tengo motivos para confiar también en la carne. Si algún otro cree poder confiar en la carne, más yo.
5 Circuncidado el octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo, 6 en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable.

7 Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo.
8 Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, 9 y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe, 10 y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, 11 tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos.
12 No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús.
13 Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, 14 corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús.
15 Así pues, todos los perfectos tengamos estos sentimientos, y si en algo sentís de otra manera, también eso os lo declarará Dios.
16 Por lo demás, desde el punto a donde hayamos llegado, sigamos adelante.

a Lectura orante

Sorprende encontrar aquí, después del tono tan cariñoso y familiar de los primeros capítulos de la carta, después del himno cristológico que nos había introducido en la contemplación del misterio pascual de Cristo Jesús, de su kénosis, seguida de la exaltación por obra del Padre, el tono fuerte y brusco con el que el Apóstol pone en guardia a los suyos ante las posibles asechanzas y “mentiras” de los “enemigos” de Pablo, los “judaizantes”, que una y otra vez, también en Filipos quieren atacar a la libertad de los nuevos cristianos.


El “celo” de Pablo por la “libertad”a la que Cristo llama a los suyos (cf. Ga 5,1.13) le mueve a usar palabras realmente fuertes, que evocan casi las de los profetas, que también reprochaban con energía al pueblo elegido por su confianza y apoyo “en la carne”, en el “Templo”, sin preocuparse por ofrecer a Dios el culto verdadero del cumplimiento de su voluntad (cf. Jr 4,4; Ez 44,7; etc.).


Aunque Pablo asegura que también él tendría razones para “confiar en la carne”, en la “circuncisión”, por ser hebreo “por los cuatro costados”, fariseo, irreprensible ante “la justicia que viene de la ley”, deja de buena gana a un lado todas estas “glorias”, para entrar de lleno en su “terreno”: a él lo que le importa es Cristo, llegar al verdadero “conocimiento-experiencia-vivencia” de Cristo Jesús, experimentar la fuerza de “su resurrección”, configurándose con su muerte, para llegar él también y, con él, todos sus “hijos y hermanos”, a “la resurrección de los muertos”.

Para conseguir alcanzar a Jesucristo, por quien se siente “aferrado”, se olvida de lo que en su pasado pudo ser “gloria” terrena, humana, y se lanza hacia “lo que está delante”: la meta, que es la vocación que viene del Padre en Cristo Jesús.


a Meditando la Palabra

¿Qué me dice hoy la Palabra, qué me sugiere e inspira?
Ya desde los primeros versículos de este capítulo, siento una vez más el corazón humano, grande del Apóstol de los gentiles, preocupado y dolido por el mal que sus hijos pueden recibir de los “malos obreros”, los “impostores”, que intentan por todos los medios hacer “inútil” no sólo el trabajo de Pablo, sino todos los esfuerzos que los Filipenses han realizado en su respuesta fiel a la llamada de Cristo y a la predicación y desvelos de Pablo...


Al Apóstol, que ha experimentado hondamente la “esclavitud de la Ley”, en la que apoyaba su seguridad y que consideraba su tabla de salvación, hasta el punto de convertirse en perseguidor de los que seguían “el Camino” de Cristo, la Iglesia de Dios, le importa, por encima de todo, la “libertad”de los cristianos, los “hijos” que ha engendrado a través de la predicación entre sufrimientos, y que sigue engendrando en los dolores de la prisión. Estos se han configurado con Cristo, para dar a Dios el culto verdadero, el “culto en el Espíritu”, y Pablo no puede permitir que unos “impostores” judaizantes, enemigos de la libertad, los hagan volver a la esclavitud de la Ley y de la circuncisión.


Meditando sobre la actitud del Apóstol, expresada en estos versículos y en los siguientes, junto con el celo de Pablo como de un padre por sus hijos, me interpela e impacta la constatación del cristocentrismo de Pablo, siempre tan claro y evidente: Cristo Jesús, su conocimiento, la configuración a su muerte y a su resurrección, el ardiente deseo de “darle alcance” a él del que siente que ha sido definitivamente “aferrado”, el Apóstol sólo quiere, junto con los destinatarios de su carta, proseguir la carrera hacia la meta propuesta.

El ejemplo de Pablo es una fuerte y apremiante interpelación a mi vida de cristiana, de discípula de Jesús Maestro, un interrogante sobre cuál es el “eje”, el núcleo, en torno al cual gira mi existencia, mi vida, consagrada por el Bautismo y la profesión religiosa. ¿Es Cristo Jesús, el Maestro y Pastor bueno, su Persona, la configuración con él en su misterio pascual, el impulso que me lleva a lanzarme siempre hacia delante, sin dejar que la “libertad por la que Cristo nos ha liberado” debilite mi entrega, mi camino hacia la identificación con el Maestro, el progresivo, aunque sea lento, proceso de cristificación?

Me pregunto, a la luz de la Palabra, qué estoy dispuesta a entregar, a ofrecer y dejar a un lado para el bien de mis hermanos y hermanas en la fe y el de toda la humanidad. No puedo vivir de espaldas a “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren...” (GS, 1). Han de ser vivencias mías, al igual que de todos los “discípulos de Cristo”.

Como el apóstol san Pablo, quiero correr también yo “hacia la meta”, y siento que la única meta que de veras me puede hacer sentir plenamente realizada sigue siendo la que el Apóstol proponía a los Gálatas y por cuya consecución él confesaba seguir sufriendo dolores como de parto: hasta que Cristo se forme en vosotros (Ga 4, 19).



Y Respuesta orante a la Palabra de Dios

Es la misma Palabra la que en mi boca se hace “respuesta orante” a la Palabra, a Cristo Jesús, Señor de mi vida y de mi muerte, Palabra eterna del Padre, encarnada en nuestra carne, para dar a los hombres la vida.

Me ayuda, ante todo, el salmo 40 (39):

Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito:
me levantó de la fosa fatal,
de la charca fangosa;
afianzó mis pies sobre roca,
y aseguró mis pasos;

me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios.
Muchos, al verlo, quedaron sobre- cogidos
y confiaron en el Señor.
...
Cuántas maravillas has hecho,



Señor, Dios mío,
cuántos planes a favor nuestro;
nadie se te puede comparar.
Intento proclamarlas, decirlas,
pero superan todo número.

Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y, en cambio, me abriste el oído;
... entonces yo digo: “Aquí estoy
-como está escrito en mi libro-
para hacer tu voluntad.”

Dios mío, lo quiero,
y llevo tu ley en mis entrañas.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Primer domingo de Adviento
30 de noviembre de 2008


Iniciamos hoy un nuevo Año litúrgico en nuestra liturgia romana. Otras, como la liturgia ambrosiana, ya iniciaron hace semanas.
De la mano de la madre Iglesia, con la eucología, la escucha de la Palabra de Dios ofrecida en particular por el evangelista Marcos, con la celebración de los Sacramentos, de la Eucaristía en particular, nos disponemos “animosos” a celebrar y vivir el Misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad, hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor (SC 102).

La eucología de hoy en la colecta nos hace pedir al Padre que “avive”, reanime, enardezca, encienda en nosotros, al comenzar el Adviento,
el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene...
“Salir”
de mí, de mi egocentrismo, o de mis decaimientos, hacia una meta que me dará plenitud de vida: obviam Christo, el que ha venido, viene y vendrá, y así podré, podremos estar siempre con el Señor (cf. 1 Ts 4,18).


Meditando esta oración colecta, he sentido interés, casi anhelo, por “escrutar” lo que san Agustín escribió con tanta profundidad sobre todo el contenido del “deseo” en la vida humana-cristiana, la vida en el Espíritu, para caminar más velozmente hacia Dios; no puedo en este momento. Pero me parece sugestivo y hermoso y subrayo con amor, aunque no pueda penetrar en su profundidad, lo que la Iglesia pone en labios de su Iglesia en esta oración: avivar el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene... En el tiempo de Adviento, el Espíritu me ayudará a ahondar en esta realidad. Es mi deseo, casi mi proyecto, para el que invoco la gracia del Señor y la compañía de María, la Madre y trono de la Sabiduría encarnada.

Ahora quiero limitarme simplemente a transcribir, para ir saboreándolo, un texto de Odo Casel, sobre el Adviento.
Dos palabras del recordado y apreciadísimo don Ignacio Oñatibia presentan así al monje de Maria Laach, que murió en la celebración de la Vigilia pascual del año 1948:

“Casel ha sido un hombre de celda y de estudio. Dotado de un genio investigador poco común y de un conocimiento amplísimo de las fuentes literarias tanto profanas como cristianas, ha dedicado su vida entera a estudiar y mostrar la riqueza y profundidad del Misterio del culto cristiano. No ha querido hacer obra de teología personal, sino solamente buscar en las fuentes de la Tradición la auténtica doctrina cristiana e interpretarla fielmente. Casel ha sabido mantenerse fiel a su misión. Su vida ha sido simple, profunda y rica. Vivió él mismo los conceptos que vertía en sus escritos y los hizo vivir intensamente a la comunidad de benedictinas de la abadía de Santa cruz de Herstelle an der Weser, que dirigía espiritualmente”. Por hoy, transcribo el texto que es elocuente por sí solo.


ADVIENTO


Vigilia de Esposa


"Ad te levavi animam meam, Deus meus, in te confido -A Ti alzo mi alma, Señor, mi Dios. En Ti confío" (Sl 24, 1) [1] Todos los años nos impresiona de nuevo esta primera mirada de la Iglesia de Dios. Es como un niño recién nacido que abre sus ojos por vez primera y contempla el mundo y ve por primera vez a su padre y a su madre, aunque inconscientemente. La Ekklesía, en cambio, busca con plena conciencia los ojos del Padre. Eleva su mirada a Dios directamente, sin intermediarios. Este poder mirar directamente a los ojos de Dios es lo que más profundamente nos conmueve en el canto de la Iglesia.
"A Ti, mi Dios". Con estas palabras indica la Ekklesía para quién vive ella. No para sí misma, ni para criatura alguna -aunque sea la más elevada-, ni para los ángeles y Potestades. No, su mirada pasa por alto a todos ellos y por encima de ellos se dirige a Aquel a quien ama y busca exclusivamente.



El ojo del amor


La venida del Logos en la humanidad de la carne de pecado sólo fue una preparación de la verdadera Epifanía gloriosa, que empezó la mañana de la Resurrección -pero sólo para los fieles- y que al fin de los tiempos se realizará para el mundo una sola vez -la primera y la última, al mismo tiempo-. Para la santa Iglesia, la Epifanía gloriosa, el Adviento que nosotros amamos
[2] , permanece eternamente. Por eso, su primera venida en carne de humildad ella la contempla ya a la luz de su exaltación y gloria, porque mira con los ojos del amor. Ella ama también el primer Adviento. El ojo del amor ve con mayor claridad; por eso, aun en medio de la humillación, contempla ya al que será ensalzado por la Pasión; a través del vestido oscuro de la carne y a través de la cruz contempla al Glorificado. El Señor no viene, pues, a ella como Juez, sino como Salvador. ¿Y qué venida puede ser tan cara a la Esposa elegida como la de su Esposo? ¿No vamos a querer también nosotros pertenecer al número de aquellos que aman el Adviento del Señor? Cada una de las almas es esposa del Señor, que debe esperar su venida, henchida de amor. El Señor viene ya ahora continuamente y observa por la ventana si su Esposa anhela verdaderamente su venida y si desea su llegada.


En espera

"Ierusalem, surge et sta in excelso et vide iucunditatem, quae veniet tibi a Deo tuo -Levántate, Jerusalén, y sube a lo alto y contempla la alegría que te viene de tu Dios", así reza la Ekklesía el domingo segundo de Adviento
[3] . Jerusalén, la santa Ekklesía, se alza sobre la montaña de Dios y contempla la alegría de Dios. El monte de Dios es el Misterio sagrado que nos eleva de las bajezas de la vida terrena. Allí, en el Misterio, contemplamos la alegría de Dios que está a punto de llegar -objeto de esperanza-. Veniet, llegará. La Ekklesía contempla. Es, realmente, la espera de uno que viene, pero es al mismo tiempo espera que está en posesión de la presencia y de esta presencia espera con toda seguridad algo más grande todavía.

Poseemos, pues, algo y esperamos otra cosa. Exclamamos con razón: Veni! -¡Ven!-, y al mismo tiempo nos consta que el Señor ha venido ya: está aquí. No podríamos rezar con esta seguridad propia del Misterio: ¡ven!, si no hubiera venido ya; pero tampoco podríamos decir con esa seguridad propia del Misterio: está aquí, si no estuviéramos convencidos por la fe de que vendrá a completar su Reino para siempre.


A la luz del Adviento, la Iglesia camina hacia el encuentro del Señor a quien le sabe junto a ella, está en ella. Ella es la Esposa a quien acompaña el Esposo, invisiblemente, sí, pero con toda certeza: "¡No temas, Hija de Sión! He aquí que viene tu Rey" (Jn, 12, 15).
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Notas
[1] Introito del domingo I de Adviento.
[2] Cfr. 2 Tim., 4, 6.
[3] Cfr. Bar, 5, 5; 4, 36. Communio del domingo II de Adviento.

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Termino con una parte del prefacio III de Adviento, otra parte de la eucología propia de este tiempo litúrgico enriquecido con la reforma litúrgica del Vaticano II de nuevos textos, especialmente prefacios:

En verdad es justo y necesario…
darte gracias…por Cristo, Señor nuestro.

A quien todos los profetas anunciaron,
la Virgen esperó con inefable amor de Madre,
Juan lo proclamó ya próximo
Y señaló después entre los hombres.
El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría
al misterio de su nacimiento,
para encontarnos así, cuando llegue,
velando en oración y cantando su alabanza.