jueves, 25 de diciembre de 2008

Lectio Divina de Filipenses 3,17-21


a Oración para disponer el corazón

Espíritu Santo,
tú que sembraste la esperanza
en el corazón de María de Nazaret
y alumbraste en su seno
al Salvador del mundo,
abre mi corazón al gozo de la escucha,
una escucha atenta y dócil a tu Palabra.
Haz que, iluminada y guiada por esta Palabra,
todo mi ser se disponga a salir animosa
al encuentro de Cristo Jesús, mi Señor;
el que ha venido, viene siempre y vendrá
a hacer nuevas todas las cosas,
según el proyecto del Padre,
para la salvación de todos los hombres
y mujeres de nuestro mundo
en nuestro “hoy”.
¡Ven, Espíritu Santo!

a Lectura orante

Conducida e iluminada por la presencia del Santo Espíritu, el “mistagogo” más eficaz del Misterio de Cristo el Señor, presente en su Palabra, quiero dejar que sean también el apóstol Pablo en este “año paulino” y el padre Alberione, quienes me vayan acompañando en la penetración devota de la Palabra de Dios.
Leo y medito la palabra de san Pablo a los Filipenses, pero ciertamente la meta, sí es la de profundizar en el corazón del Apóstol, pero como “mediación-puente” para llegar al Señor Jesús, al encuentro con él porque también yo como Pablo, me atrevo tímidamente a decir que, a pesar de todas mis deficiencias y pecado, “para mí la vida es Cristo”, con el Padre y el Espíritu divino.
Con este ánimo paso a leer y re-leer los últimos versículos del tercer capítulo de esta carta tan entrañable del Apóstol de las gentes.

17Hermanos, sed imitadores míos, y fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en nosotros. 18 Porque muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo, 19 cuyo final es la perdición, cuyo Dios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza, que no piensan más que en las cosas de la tierra.
20 Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, 21 el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas.


Con estos versículos concluye el cap. 3 de la carta a los Filipenses. Los dejé, aunque sean breves, porque siento que son de un contenido profundo, que merecen una ruminatio propia. Cuando en los últimos días del año litúrgico, antes de proclamar el Apocalipsis, la Iglesia en su liturgia eucarística nos ofrecía la carta a los Filipenses, las palabras de san Pablo en estos versículos me impactaron de manera especial.
Por eso, quiero volver sobre ellas, reviviendo lo que aquel día y luego me sugirió esta Palabra.

Me fijo ante todo en Pablo quien, con todo derecho y verdad, se propone como modelo a imitar por parte de sus hijos de Filipos.
Acto seguido, pasa el Apóstol a hablar, en forma que puede casi parecer misteriosa y sorprendente, de los que actúan “como enemigos de la cruz de Cristo”. Y Pablo llora recordando estos hermanos, probablemente judíos, los “judaizantes” que encuentran su apoyo y seguridad en la “carne”, es decir, en la fidelidad rigurosa a la ley relativa a los alimentos puros e impuros y a la circuncisión. El mismo Pedro en la visión del gran lienzo con toda clase de animales, en Cesarea, se niega a obedecer a la palabra que le ordena: “Levántate, Pedro, sacrifica y come” y lo hace con la energía con la que rechaza en el primer momento que su Maestro le lave los pies (cf. Hch 10, 13-14; Jn 13, 6-10).

Pablo, que ha sido fiel cumplidor irreprochable de la Ley, en la que encontraba toda su seguridad, sabe por experiencia cuánto puede costar a un judío fiel dejar a un lado estas seguridades, para aceptar la libertad que Jesús, el Mesías nos ha traído. Sus lágrimas ante la actuación y predicación de estos “hermanos suyos en el judaísmo”, quizás sean lágrimas de profundo dolor, emoción, com-pasión fraterna.

Llega a llamarlos enemigos de la cruz de Cristo, porque, como dice a los Gálatas “Si os circuncidáis, Cristo no os aprovechará nada”, pero es el mismo Pablo que se declara dispuesto a ser un “proscrito”, con tal de cooperar a la salvación ante todo de los de su raza (cf Rm 9-11). En este contexto se atreve a decir a los gentiles, los destinatarios más propios de su ministerio, que los judíos “en cuanto al Evangelio, son enemigos para vuestro bien (...) porque “los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (ib. 11, 29).

En contraste con la actitud de los que no quieren acogerse a la salvación que viene de la cruz de Cristo, san Pablo recuerda a los Filipenses, que él y ellos y todos los que siguen al Señor Jesús, son ya ciudadanos del cielo, con una sola esperanza, que es seguridad: la venida “como Salvador” del “Señor Jesucristo”, que transformará el mismo pobre cuerpo mortal a imagen de su cuerpo glorioso.


a Medito la Palabra

Muy brevemente, porque lo que me sugieren estos versículos ya queda dicho en la lectio.
Una palabra sólo sobre la com-pasión de san Pablo, sus lágrimas que me emocionan, me inspiran los sentimientos que, como cristiana-discípula del Maestro que cargó con el pecado de todos e intercedió por los pecadores (cf. Is 53), estoy llamada a vivir. No soy mejor que nadie, ni creo que el espíritu de reparación sea actitud de quienes se sienten más perfectos que los demás.
Soy pecadora, somos todos pobres pecadores, excepto la Madre Inmaculada que justamente celebramos con alegría grande en estos días, pero todos los cristianos estamos llamados también a hacer lo que decía Pablo a los cristianos de Colosas: “Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo” (1, 24), comprendiendo bien el sentido que el Apóstol da a estas palabras, que explícitamente refiere “a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”.

Más que detenerme en sugerencias concretas, quiero contemplar e imitar el corazón de san Pablo, su amor ardiente a Cristo, vida de su vida, razón de todo su apostolado y sufrimientos. Amor también a la Iglesia, y en la Iglesia, a todos: judíos y gentiles. Para Pablo no hay barreras de raza, género, cultura.
A é sólo le preocupa e interesa que todos vayamos hacia la única meta, que es nuestro Salvador Jesucristo.
Esto me queda como síntesis del tercer capítulo tan denso de la carta a los Filipenses, al tiempo que como oración y petición que el Espíritu me vaya formando cada vez un poco más a imagen de Jesucristo Maestro, siguiendo las huellas, las sendas trazadas por Pablo, y de forma también cercana aunque siempre en la misma línea, por el beato Santiago Alberione.

Y Oro la Palabra con la Palabra

He iniciado hace muchos días, casi al comienzo del Adviento, esta reflexión que concluyo en unos minutos el día de la Navidad.
Mi oración será, en pleno clima navideño, el cántico que la Iglesia cantará en las primeras Vísperas de la Epifanía, tomadas de la I Timoteo 3, 16:

Alabad al Señor, todas las naciones.

Cristo, manifestado en la carne,
justificado en el Espíritu.

Cristo, contemplado por los ángeles,
predicado a los paganos.

Cristo, creído en el mundo,
llevado a la gloria.

Alabad al Señor, todas las naciones.

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