Introducción
No
sabría decir si la liturgia y su reforma posconciliar han gozado de una acogida
y puesta al día excelentes en la vida consagrada durante los últimos cincuenta
años.
Las
recomendaciones de los Papas, en su magisterio dirigido a toda la Iglesia y a
la vida religiosa en particular, han sido realmente abundantes y claras, y estamos
seguros de que han caído en terreno bien dispuesto.
Lo que
recuerdo, como experiencia personal, ciertamente limitada dentro de su
extensión, ha sido en este sentido muy
positivo. He podido constatar cómo, especialmente las religiosas, se movieron,
participando en cursillos, clases, charlas, preocupadas por recibir una
formación cuidada y, dentro de lo posible completa, pidiendo información y
consultando, con una especial atención a la Liturgia de las Horas y también a
la Celebración eucarística.
Hemos
visto religiosas con verdadera hambre y sed de conocer, gustar, vivir la
oración de la Iglesia, empaparse de su espíritu, para poderla vivir y comunicar
también a los demás, a través de la catequesis, el ejemplo y la transmisión de
lo conocido y vivido; deseosas de
conocer las rúbricas también, pero sobre todo el espíritu, para traducir
en ‘vivencia’ lo escuchado y aprendido, y pasar así del ‘saber’ a la verdadera
‘sabiduría’ litúrgica.
Muchas congregaciones y
provincias religiosas no han escatimado esfuerzos de todo tipo, con el fin
de ofrecer, en sus planes pastorales y
formativos, respuestas adecuadas a las inquietudes de las Religiosas.
Estos esfuerzos, tanto de las
personas individualmente como de las instituciones, han dado y van dando
ciertamente sus frutos. Y creemos que es justo reconocer que se han producido,
concretamente en estos 50 años que nos separan del concilio Vaticano II, y en
particular de la Constitución Sacrosanctum
Concilium, esfuerzos y realizaciones notables entre los religiosos y las
religiosas, en lo referente a su vida de oración, para mejorar no sólo sus
celebraciones litúrgicas, sino también la participación en las mismas,
siguiendo las directrices de la Iglesia.
Una prueba de ello es el nuevo
lenguaje de los mismos textos constitucionales, que rigen los diversos institutos
y congregaciones, textos que hasta hace pocos años aparecían entretejidos prioritariamente
de normas y leyes canónicas, siempre necesarias, pero no suficientes para
alimentar y sostener la vida de las personas y el ejercicio de la misión, al
servicio de la Iglesia y de la sociedad.
Sería necesario cotejar las Constituciones
de varios Institutos religiosos para confirmar lo dicho. No tengo tiempo para
hacerlo, más que con las de la congregación a la que pertenezco. Intentaré
ofrecer un cuadro en el que creo puede resultar evidente el paso de los años y
de las etapas que ha vivido el instituto, en la penetración y asimilación de la
renovación litúrgica.
Destaco ante todo cómo, aun
insistiendo conforme también a la voluntad de la Iglesia, sobre las
características propias del estilo de vida y de oración según el carisma del instituto,
los textos constitucionales presentan hoy la oración litúrgica como fuente
primordial de la espiritualidad cristiana y religiosa de la congregación.
Ciertamente, las normas, los
estatutos y constituciones no lo son todo en la vida religiosa, sino que es
necesario que la vida de las comunidades y de las personas esté en profunda y
fiel sintonía con ellas. Pero es de
justicia constatar el camino realizado, como queda reflejado en general en los
textos que regulan la vida de los religiosos y religiosas.
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