domingo, 8 de mayo de 2011

¡Resucitó de veras mi Amor y mi Esperanza!




“Los discípulos se llenaron de alegría…”, cantamos cada día en el responsorio de Vísperas del Tiempo pascual. Y la razón de tal alegría es siempre: “al ver al Señor”, el ver al Maestro resucitado.

Este júbilo
se le regala a toda la comunidad cristiana, a la asamblea litúrgica reunida para la celebración de la Pascua del Señor, todos los días, todos los domingos de manera particularísima, a toda la Iglesia –
“tu Iglesia exultante de gozo”.
En la oración sobre las ofrendas la Liturgia no teme presentar así a la Iglesia, como una realidad ya actual, presente, no sólo como un deseo y súplica. La alegría desbordante es como el atributo que constituye la característica inseparable de la Iglesia, una cosa sola con su nombre. Siempre y de manera especial en la Pascua prolongada en los cincuenta días que culminarán con la efusión plena del Espíritu Santo.

En la oración colecta, de manera diferente a como se expresa en la oración sobre las ofrendas, el júbilo y la exultación aparecen como don que la liturgia invoca y pide al Padre de todo bien:
“Que tu pueblo, Señor, exulte siempre…” y la justificación de este júbilo, de esta alegría desbordante es la constatación de cuanto ha producido ya el él la resurrección de Jesucristo:
“al verse renovado y rejuvenecido en el espíritu…”.


Exactamente lo que les aconteció a los discípulos de Emaús.
                           
          
El encuentro con el Maestro resucitado, la escucha de su palabra que produce ‘fuego’
- ¿«no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?» -, el verle hacer los gestos familiares de la bendición y la fracción del pan, producen el milagro, el estallido de la alegría y la exultación, rejuvenece el paso y da alas a los pies para volver a toda prisa a Jerusalén y compartir con los hermanos el gozo irreprimible de ‘saber’ , de haber experimentado que el Señor está vivo.

Su presencia, en este momento invisible, inflama una vez más el corazón.

Comenta C. Urtasun: “Debemos a san Atanasio aquella frase lapidaria, a propósito de la resurrección del Señor: «Jesucristo resucitado convierte la vida del hombre en una fiesta continua». Siguiendo, paso a paso, día a día, semana tras semana, las celebraciones del misterio pascual, uno queda profundamente ganado por el tono de optimismo incontenible que desbordan los textos de las celebraciones litúrgicas (…).

Este ‘clima’ se percibe, de manera extraordinaria, en los textos de las oraciones de este domingo. De manera vibrante en la colecta, que desborda gozo, alegría, felicidad, optimismo, viéndose con el alma rejuvenecida por la fuera incontenible de la resurrección de aquel que nos ha resucitado”
(Las oraciones del Misal, escuela de espiritualidad de la Iglesia, p. 263).

Con la confianza y seguridad de que el don de este gozo exultante el Espíritu quiere derramarlo también hoy sobre cada creyente, en respuesta a la intercesión de la Iglesia orante, también yo canto:

“Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti;
yo digo al Señor: «Tú eres mi bien.».
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;
mi suerte está en tu mano.

Bendeciré al Señor que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre presente al Señor;
con él a mi derecha no vacilare´.

Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena.
Porque no me entregarás a la muerte,
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.”