sábado, 18 de abril de 2009

Semana "in albis"

Vivimos en la semana “in albis”, y con ella inicia según el RICA el tiempo de la “Mistagogía”, cuando los neófitos que han recibido en la Noche de Pascua los sacramentos de la iniciación cristiana coronada con la primera participación eucarística, junto con la comunidad cristiana progresan “en la percepción más profunda del misterio pascual y en la manifestación cada vez más perfecta del mismo en su vida” (RICA n. 37).
La liturgia de las Horas nos ayuda también a vivir en este espíritu ‘mistagógico’, acompañándonos con la lectura de la 1Pe, con sus catequesis bautismales, y luego, de manera aún más explícita, con las lecturas de las “Catequesis mistagógicas de Jerusalén”.
Parece que cada año resuenan dentro con un tono de novedad y frescura nuevos.


Al leerlas, nos entusiasma la manera de dar la catequesis en los primeros años de la vida de la Iglesia. De veras se realiza lo que el adjetivo “mistagógica” indica: nos ayudan a penetrar en el “misterio sacramental” celebrado, en los Sacramentos pascuales recibidos.
Cito algunos párrafos, porque cualquier comentario estropearía el frescor y ternura de cada expresión.

Fuisteis conducidos a la santa piscina del divino bautismo, como Cristo desde la cruz fue llevado al sepulcro.
Y se os preguntó a cada uno si creíais en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Después de haber confesado esta fe salvadora, se os sumergió por tres veces en el agua y otras tantas fuisteis sacados de la misma: con ello significasteis, en imagen y símbolo, los tres días de la sepultura de Cristo (...) y en un mismo momento os encontrasteis muertos y nacidos, y aquella agua salvadora os sirvió a la vez de sepulcro y de madre.
... Nuestro bautismo, además de limpiarnos del pecado y darnos el don del Espíritu es también tipo y expresión de la pasión de Cristo. Por eso Pablo decía: ‘¿Es que no sabéis que los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo Jesús fuimos incorporados a su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte’
(Catequesis 20, `[Mistagógica 2], 4-6 – Jueves de la octava de Pascua).

No necesita comentario alguno; es más, se nos ofrece una descripción plástica y al mismo tiempo profundamente teologal y litúrgica del bautismo recibido. La descripción del rito sacramental y del hondo sentido de configuración con Cristo Jesús en su misterio pascual.
La catequesis siguiente nos la ofrece la liturgia en el viernes. Profundiza sobre todo en la unción con el crisma. De nuevo cito, porque es de una hermosura única la exposición.

Bautizados en Cristo y revestidos de Cristo, habéis sido hechos semejantes al Hijo de Dios. Porque Dios nos predestinó para la adopción, nos hizo conformes al cuerpo glorioso de Cristo.
No sólo nos hizo semejantes, conformes al cuerpo de Cristo el bautismo, sino que fuisteis convertidos en Cristo al recibir el signo del Espíritu Santo (...). Después que subisteis de la piscina, recibisteis el crisma, signo de aquel mismo Espíritu Santo con que Cristo fue ungido. (...) De la misma manera que, después de la invocación del Espíritu Santo, el pan de la Eucaristía no es ya un simple pan, sino el cuerpo de Cristo, así aquel sagrado aceite, después de que ha sido invocado el Espíritu en la oración consecratoria, no es ya un simple aceite ni un ungüento común, sino el don de Cristo y del Espíritu Santo, ya que realiza, por la presencia de la divinidad, aquello que significa... para que, mientras se unge el cuerpo con un aceite visible, el alma quede santificada por el Santo y vivificante Espíritu.
El sábado dentro de la octava de Pascua leemos la 4ª catequesis mistagógica sobre la Eucaristía, culminación de la iniciación cristiana. Presenta el texto de la institución, y prosigue con un inquebrantable acto de fe:

Estamos firmemente persuadidos de que recibimos como alimento el cuerpo y la sangre de Cristo. Pues bajo la figura del pan se te da el cuerpo, y bajo la figura el vino, la sangre; para que, al tomar el cuerpo y la sangre de Cristo, llegues a ser un solo cuerpo y una sola sangre con él. Así, al pasar su cuerpo y su sangre a nuestros miembros, nos convertimos en portadores de Cristo. Y, como dice el bienaventurado Pedro, nos hacemos partícipes de la naturaleza divina.

En la catequesis 3ª se nos decía que, al recibir la unción, signo del Espíritu Santo, fuimos convertidos en Cristo; en ésta, con palabras muy semejantes se afirma que, al recibir el cuerpo y la sangre del Señor llegamos a ser un solo cuerpo y una sola sangre con él.
Este estilo se me hace muy parecido al de san Pablo, cuando pide a los Gálatas que Cristo Jesús se forme en ellos (cf. Ga 4,19) y de sí mismo puede afirmar en la misma carta: Ya no soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí (2,20).
La Eucaristía, pues, no es sólo culminación de la iniciación cristiana; es la fuente y la cumbre de toda vida cristiana auténtica. En ella y por ella somos hechos no sólo ‘portadores de Cristo-Cristóforos’, sino cuerpo y sangre de Cristo.

Me encanta este lenguaje... ¡Qué atrevimiento el de los Apóstoles, como Pablo, y los Padres de la Iglesia para indicarnos la meta de la verdadera vida ‘en Cristo’, cristificada, identificada con Cristo Jesús, el Señor! Me sonrojo ante semejante valentía y audacia, cuando yo muchas veces ando con inútiles ‘respetos’ para no ‘herir’ la sensibilidad de quien no sé qué piensa sobre Jesucristo y su Evangelio. Ojalá el año paulino me comunique algo del arrojo de Pablo para hablar de Jesús con entusiasmo y amor de enamorada, de discípula que quiere vivir del y en el Maestro, para comunicar a los hermanos y hermanas su buena noticia: ¡Cristo ha resucitado. Aleluya!

Vuelvo un momento a la catequesis 4ª para fijarme en la conclusión:



Fortalece tu corazón comiendo ese pan espiritual,
y da brillo al rostro de tu alma.
Y que, con el rostro descubierto y con el alma limpia,
contemplando la gloria del Señor como en un espejo,
vayamos de gloria en gloria, en Cristo Jesús, nuestro Señor.



El lenguaje no podía ser más ‘paulino’.
Quiero subrayar un pequeño detalle y es la alusión en estas catequesis a términos como figura, imagen, símbolo. Nuestro lenguaje actual pueden engañarnos: no se trata, en el discurso de los Padres de ‘algo que se parece a’, ‘como si’; no. La imagen, el símbolo, la figura son expresiones que expresan el ‘signo sensible’ de una realidad que mientras la significan la realizan. Así: no somos sólo ‘como si fuéramos cuerpo de Cristo’, somos hechos cuerpo y sangre de Cristo.
Eso mismo creemos quiere decir el Maestro en la Cena cuando, al partir y repartir el pan y pasar la copa de vino dice aquellas palabras: Haced esto en memoria mía (1Co). Es decir: sed pan partido, vida entregada; vivid las mismas actitudes de entrega, de servicio, de amor que yo. Os he dado ejemplo para que como yo hice así también vosotros (cf. Jn 13).

No quiero cerrar esta referencia a los textos del Oficio de lectura de esta semana, sin hacer una pequeña alusión a la lectura de san Agustín que la Iglesia nos ofrece en su liturgia de las horas del domingo de la octava. Es de una ternura exquisita. Este domingo es el llamado ‘domingo in albis’ con referencia a los neófitos bautizados en la Noche de Pascua, que hoy dejan ya sus túnicas blancas que han revestido durante toda la semana. Se le llama también el domingo “Quasimodo” recordando las primeras palabras de la antífona de entrada en latín. Agustín parece que habla a “niños recién nacidos”, pero se sabe que con este lenguaje tan cercano quiere hablar a todos los que han sido bautizados en la Noche santa.

Me dirijo a vosotros, niños recién nacidos, párvulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, gloria del Padre, fecundidad de la Madre, retoño santo, muchedumbre renovada, flor de nuestro honor y fruto de nuestro trabajo, mi gozo y mi corona, todos los que perseveráis firmes en el Señor.
Me dirijo a vosotros con las palabras del Apóstol: Vestíos del Señor Jesucristo... Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo... Sois uno en Cristo Jesús.

Sigue el pensamiento paulino, que tanto bien nos hace en este año de manera especial, porque es camino seguro y directo a Cristo Jesús, porque para el Apóstol, como debería ser para mí y para cada cristiano: mi vida es Cristo.

En la oración eucarística de esta tarde, antes de celebrar ya las primeras vísperas del domingo segundo, octava de Pascua, unas palabras de la Regla de vida de mi congregación han sido una nueva ratificación de lo que la liturgia de las horas me hizo vivir en los últimos tres días de la semana de la octava de Pascua con las ‘Catequesis de Jerusalén’:

Caminamos en novedad de vida, tendiendo hacia la plena conformación con Cristo en su Misterio Pascua: ‘Estoy crucificado con Cristo y ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí’.

Palabras de luz y de compromiso que quiero hacer realidad en mi vida de discípula, acompañada por Pablo, por el beato Alberione y la Madre Escolástica, nuestra primera Madre. Con la gracia del Señor Resucitado, y guiada siempre por la liturgia de la Iglesia, serán guía en el camino de la cincuentena pascual.

lunes, 6 de abril de 2009

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

“Santa por excelencia es la semana consagrada a la celebración anual de la Pascua del Señor”. Grande, la semana en la que los cristianos hacemos solemne memoria del Misterio central de nuestra fe y de la vida de Cristo Jesús y de su Iglesia.
Semana santa, semana santificadora, en la que nos dejamos guiar por la liturgia, prolongada en la meditación y oración personales, a las que nos invitan unas preces y unos ritos de gran riqueza de contenido y densidad espiritual inagotables.

El Oficio de lectura de ayer, sábado de la V semana de Cuaresma, en la lectura del Sermón 45 de san Gregorio Nacianceno nos disponía a abrir nuestros corazones para entrar en la santa y grande Semana, cuyo pórtico es precisamente la celebración litúrgica de este Domingo de Ramos en la Pasión del Señor.
Decía, entre otras cosas: Vamos a participar en la Pascua... Nosotros hemos de tomar parte en esta fiesta ritual de la Pascua en un sentido evangélico, y no literal; de manera perfecta, no imperfecta; no de forma temporal, sino eterna...
Inmolémonos nosotros mismos a Dios, ofrezcámosle todos los días nuestro ser con nuestras acciones. Estemos dispuestos a todo por causa del Verbo; imitemos su pasión con nuestros padecimientos, honremos su sangre con nuestra sangre, subamos decididamente a su cruz”.

Después de la bendición y la solemne procesión con los ramos, aclamando al Señor y Mesías ‘como los niños hebreos’, la celebración de la Eucaristía inicia con una oración colecta que cambia radicalmente de tono.
Nos introduce en el ‘misterio’ de veras incomprensible y grande de la voluntad del Padre que ‘quiso’ que el Verbo ‘se hiciese hombre y muriese en la cruz’.
Sé que esta ‘voluntad’ tenemos que comprenderla desde toda la vida del Hijo. Él, hecho ‘uno de nosotros’, me atrevo a decir que ‘se ganó la cruz’, con una incesante y filial fidelidad al Padre en todo momento, rebajándose en la obediencia hasta la muerte y muerte de cruz y por amor a los hombres.
Fue entregado por el gran amor que el Padre ha tenido al mundo, a todos nosotros, por la salvación de todos (Jn 3,16). Y fue entregado, traicionado por uno de los suyos, pero él ‘aceptó voluntariamente la muerte’.
¡Misterio que sólo podemos adorar, acoger, abrazar!

El Padre en la muerte de nuestro Salvador nos quiso mostrar el ejemplo de una vida sumisa a su voluntad.
‘Vida sumisa a la voluntad del Padre’. Esa fue la existencia cotidiana del hombre-Dios, Jesús, nuestro Maestro y Salvador. Una vida en constante adoración al Padre.
Estas palabras de la oración colecta me recuerdan la explicación con que Benedicto XVI en Colonia ofrecía a los jóvenes subrayando el significado de la palabra ‘adoración’ como ‘proskýnesis’ (del griego) = postración, sumisión y ‘adoración’ (del latín), ‘ad os’ como beso, comunión.
Para mí, hoy esta oración es una fuerte invitación a entrar en la Semana santa en espíritu de ‘adoración’, de filial sumisión a la voluntad del Padre, esa voluntad que en algunos momentos de la vida a todos nos puede resultar un ‘misterio’, no sólo porque incomprensible – a veces también – pero sobre todo porque es siempre expresión de un amor que sabe lo que nos hace falta, lo que más nos conviene y que no siempre no coincide con lo que yo quiero y pido.

También la oración sobre las ofrendas de la Eucaristía de hoy me merece una atención particular, por su contenido profundo. Dice ya en el momento central: por esta celebración que actualiza el único sacrificio de Jesucristo, concédenos, Señor, la misericordia que no merecen nuestros pecados.
No se podía de manera más clara que la Eucaristía es el memorial que actualiza el sacrificio de la cruz. Renueva, actualiza y hace presente todo el misterio pascual de Cristo Jesús, con su pasión, muerte, resurrección.
Así la presentaban los Padres de la Iglesia, de manera especial san Agustín, al hablar de la ‘pasión’ del Señor, como ‘Misterio’ de todos los acontecimiento salvíficos de los últimos días de Cristo Jesús: Cristo que padeció, fue sepultado, resucitó.
Y así nos la presentan los Padres del concilio Vaticano II en la Constitución sobre la sagrada liturgia (SC, n. 47)
De nuevo, la insistencia sobre la realidad 'mistérica' de la Eucaristía “en toda su amplitud” (EM): centro de la vida cristiana, de la vida de la Iglesia, de mi vida.

Siguiendo paso a paso la liturgia en estos días santos, será cómo puedo ir haciendo míos los sentimientos del Señor Jesús (Flp 2,5) y cómo podré vivir la constante ‘adoración’ filial en espíritu y verdad, según el deseo, la voluntad del Padre, lo que a él le agrada. Porque con la liturgia de este domingo de Ramos confieso que la sangre de Cristo nos ha purificado, llevándonos al culto del Dios vio.

Porque se acercan ya los días santos
de su pasión salvadora y e su resurrección gloriosa;
en ellos celebramos su triunfo
sobre el poder de nuestro enemigoy renovamos el misterio de nuestra redención (prefacio II de la pasión del Señor)